Premín de Iruña

IGNACIO BALEZTENA ASCÁRATE "PREMÍN DE IRUÑA" (PAMPLONA 1887-1972): SU PERSONA, SU VIDA Y SU OBRA

martes, 19 de abril de 2011

La insignia de Las Cinco Llagas (II)

Querido lector, ayer comenzaba la entrada semanasantera sobre la conferencia que el "aitacho", Ignacio Baleztena, dio sobre la insignia de la Cinco Llagas en el Círculo Carlista en 1932. Si no la leiste hazlo antes de ver la de hoy para que puedas seguir el hilo del relato, con el que continuo:

Detalle del manto de La Dolorosa con el escudo de Pamplona incluida la insignia de las Cinco Llagas
"...La peste en Estella.-

Veamos cómo y de qué manera entró y se desarrolló la peste en Estella.

Uno de los primeros días del mes de marzo del año 1599, vieron unos guardas de campo a una mujer de Oñate que se dirigía a Estella. Finos y galantes, le acompañaron a la ciudad, y uno de ellos le ofreció hospedaje en su casa. Enseguida se sintieron enfermos los dichos guardas, pero no dando importancia a su mal, continuaron haciendo vida normal, hasta que la enfermedad se agravó y fueron muchos los contagiados. Cundió la alarma en Estellla y en Navarra toda, y en 19 de dicho mes, la ciudad de Pamplona mandó a Estella dos comisionados; el licenciado Villaba y el doctor Arróniz; y abierta información, pudo verse y comprobarse, que la enfermedad que se desarrollaba en Estella, era peste con los mismos gravísimos síntomas que en Guipúzcoa.

Según datos que allí se conservan de aquella época, los síntomas de la epidemia eran, calentura, tabardillo, pintas morenas y verdinegras en las ingles, carbunclos, diviesos y ampollas en todas las partes del cuerpo.

Todos los pueblos al enterarse de la aparición de la peste en Estella, tomaron sus precauciones, cerrando la puerta de ellos a todas las personas de fuera, y así lo hicieron los de Puente la Reina, que pusieron dobladas guardias en los portales de la villa.

Pero a pesar de todas las preocupaciones, a los 10 ó 12 días de abril, se dieron algunos casos en el barrio del Crucifijo, donde por caer fuera del caso de la población, era más difícil de impedir la entrada de gente extraña.


De miedo que no se les permitiese la entrada en la villa, callaron los del barrio lo que en él ocurría, así es que no tardó la epidemia en hacer francamente su aparición en la villa causando muchas víctimas.

Al igual que en Estella, también en Puente fue una mujer la introductora del mortífero bicharraco. Aconteció, que caminando por el camino real de Pamplona a Estella dos mujeres guipuzcoana, de buen parecer, dice un papel de aquel tiempo, se encontraron con el vecino del barrio del Crucifijo Martín Peña, que les dijo que difícilmente les dejarían entrar a pasar la noche en Puente, pero que él las llevaría a su casa, y así lo hizo, sin decir palabra a nadie. Una de ellas tenía un hijo en Estella y le hizo saber cómo ella se encontraba en Puente. El hijo al saberlo, hizo un ato con sus camisas y ropas y se fue a ver a su madre, entrando de noche con gran misterio en la casa de Martín Peña, en donde permaneció algunos días. Al querer mudarse de ropas, desató el lío, y no fue pequeño el que armó en la villa, pues así como al abrirse la caja de Pandora, se extendieron por el mundo toda clase de calamidades, así, al abrirse el lío de las ropas, que ya venían contaminadas de Estella, esparció el microbio de la peste, que tan pesada broma dio a los vecinos de Garech.

De Puente pasó a Sorlada, Ollobarren, Urbiola y Obanos, y luego, más tarde, a pesar de las grandes precauciones que se tomaron, penetró en la ciudad de Pamplona.

La peste llega a Pamplona

Al tener ya la peste tan cerca de la Ciudad, los regidores de Pamplona tomaron toda clase de precauciones encaminadas a impedir la entrada de la epidemia en la población.

Se cerraron todos los portales menos tres: el de San Nicolás, Taconera y Abrevador, o sea, el de Francia, no se permitía la entrada en la ciudad a nadie que no trajese certificado de sanidad del pueblo de procedencia, y las ropas que traían, se les sometía a una rigurosa desinfección.

La aplicación de estas medidas era muy difícil de llevarlas con rigor en los barrios extramurales, y así como en Puente fue el barrio del Crucifijo donde empezó la enfermedad, aquí en Pamplona fue el barrio de la Magdalena el agraciado con tan triste premio. Y también, al igual que en Estella y Garés, una mujer fue quien la trajo.

Vivía en casa de la Parra o de Artozqui de la Magdalena, una mujer vasco francesa, labortana, con una hija y un nieto de tres años. Fue un día a Puente la Reina a vender hortalizas, y allí adquirió unos paños de color y una cortina. A los tres días de esto, en 28 de agosto de 1599, ya estaban enterradas en el cementerio de la basílica de la Magdalena abuela, hija y nieto. A los pocos días estaba infectado todo el barrio, y poco después, toda la ciudad.

Reunidos los regidores, empezaron en primer lugar a ponerse en manos del Creador, poniendo en El toda su confianza, pero como El nos dijo: “Ayúdate y te ayudaré”, así también, los representantes del pueblo pamplonés, hicieron todo lo que humanamente estaba de su parte, para atajar la marcha de la epidemia y procurar su desaparición. Empezaron por preparar una gran enfermería en la casa de las Tenerías de la Rochapea, y a ella mandaban a todos los que se sentían con los primeros síntomas de la enfermedad.

Vez el tratamiento a los que ingresaban en el lazareto:

Por la mañana, en ayunas, se les hacía tomar un cocimiento de triaca magna, metrideto, conservas de limones y escorconera con un trago de vino bueno. Luego, se les hacía sudar, dándoles para ello un medicamento cuya fórmula se conserva en papeles de la época, y se les echaba mucha ropa. Con el sudor aparecían al exterior los carbunclos o bubones, y sobre ellos se aplicaba una cataplasma madurativa y atrayente, compuesta de rayas de malvavisco y cebollas de azucena blanca, de cada cosa una libra. Dos manojos de hojas de malvavisco, un puñado de manzanilla y otro de aveldo, seis higos carnosos.

Se tomaban estos ingredientes, se cocían en agua y después de esprimirlos bien y majarlos en un mortero de piedra, se echaba sobre ello una libra de levadura vieja, dos onzas de harina de linosa y otras tantas de albochas, de harina de lentejas, de triaca magna, de andrómaco y a cada onza de amoniaco, galbano y medelio deshecho en vinagre. Sendas onzas de aceite rosado, azucena y Camila, cuatro onzas de manteca de puerco, y con todo ello bien compreso, se hacía una cataplasma. Al calor y contacto de ella, se abrían los carbuncos y se esclarificaban, sin ningún dolor por parte del enfermo. Y de alimento se les daba caldo de carnero y aves, vino poco y bien amerado y huevos pasados por agua.

Tal vez estas fórmulas hagan ahora sonreír a nuestros modernos galenos, pero según dicen las crónicas del tiempo, con ellas (con las crónicas no, con las fórmulas), se llevaron a cabo muchas curas.

Ya sabemos que la Divina Providencia está siempre al quite de los pobres mortales de buena fe y mejor voluntad, y en mil ocasiones ilumina, no sólo a los sesudos galenos, sino que descendiendo a las inteligencias de ignorantes curanderos les permite realizar curas maravillosas.


Su intervención se vio clara y manifiesta en la sorprendente cura aquella, llevada a cabo por un curandero de nuestra montaña Navarra de la que creo no se encontrarán precedentes en los anales de la cirugía mundial.

Tratábase de un curalotodo de nuestras montañas, que lo mismo recetaba un zuku de zorris para la ictericia, que un shishabelarra para sanar el riñón más averiado.

Pero su especialidad era la cura de los credos. Colocaba al paciente entre dos velas y él se ponía a dar vueltas alrededor rezando credos y credos al revés, empezando por el amén y terminando por el Credo.

A él acudió un infeliz mortal que tenía la columna vertebral echa un verdadero garabato. Ningún médico había conseguido, ni intentados siquiera, enderezar aquel interrogante óseo. Pero nuestro curandero, después de rascarse la cabeza por debajo de la boina, acabó por asegurar:

-¡Vah! Los biricas, si no están pudridos, eso fácil sí, ya curaremos lo q’es.

Y para conseguirlo, mandó poner al paciente en zarrigurri, le ató fuertemente a una tabla con la chepa hacia fuera. Se quitó despacio, despacio la blusa, la chamarreta, el chaleco, la elástica…, se remangó las mangas de la camisa y después de arrojar una catarata de saliva en las manos y restregárselas fuertemente, agarró una descomunal hacha tan afilada, que muy bien podían con ella afeitarse las cejas las estrellas de Holivood.

Empezó a dar vueltas como las aspas de un molino a su hacha, y en una de ellas ¡e…up!, la hizo pasar rozando casi la joroba del infeliz, que se estiró y pego contra la tabla con todas las fuerzas que prestan el terror y la desesperación.

-Quieto, si no te estás, cómo quieres curar que te hagamos. Quieto, quieto, te tienes que estar.

Así, de esta manera, repitió la operación unas veinte veces. Y fueron tantos y descomunales los estirones que daba el paciente para librare del hacha, que cuando le soltaron de la tabla se vio más tieso y thenthe que un uso.

Volvamos a nuestro tema..."

Y efectivamente mañana, si Dios quiere, volveremos con el tema para ver de una vez que tiene que ver todo esto con la insignia de las Cinco Llagas

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