Premín de Iruña

IGNACIO BALEZTENA ASCÁRATE "PREMÍN DE IRUÑA" (PAMPLONA 1887-1972): SU PERSONA, SU VIDA Y SU OBRA

lunes, 3 de marzo de 2014

Carnavales de antaño, por Ignacio Baleztena



Querido lector, con todo lo que le gustaban al aitacho las fiestas y los disfraces, comedias y demás “mojigangas”, nunca fue muy aficionado al carnaval. Y es que en Pamplona normalmente no ha tenido mucho predicamento esta fiesta, excepto en contadas excepciones como vamos a ver, que por lo que sea no han cuajado en nuestra vieja Iruña.

            El caso es que pese a todo estamos en lunes de carnaval, y Tiburcio de Okabío, Premín de Iruña o Ignacio Baleztena también escribió sobre este tema, como veremos en la siguiente iruñería:




“LOS CARNAVALES DE ANTAÑO


            El origen del Carnaval es una cosa de las muchísimas que se encuentran perdidas en la socorrida noche de los tiempos.

            Eruditos que se han aventurado a realizar esta investigación nos aseguran que su origen hay que buscarlo en las fiestas y regocijos que seguían a las faenas de la vendimia. En ellas los vendimiadores entonaban himnos a Baco y, después de copiosas libaciones, cantaban y bailaban, terminando para dar digno colofón al regocijo por embadurnarse las caras con las heces del mosto.

            Estas juergas, al tomar carácter religioso, fueron dedicadas a Dionisos o Baco y los sacerdotes del regocijado dios, para no manchar sus barbas respetables y albas túnicas al pintarse los rostros, idearon cubrirlos con una especie de caretas de papiro que se hacían con las hojas de una planta llamada aretion. Según Virgilio, se utilizaba también, para este objeto, la corteza de ciertos árboles sagrados.

            Creo yo, que aunque nunca hubiera existido las fiestas en honor a Baco ni el patriarca Noé hubiera inventado el vino, la práctica de pintarse las caras y vestirse de mamarrachos en señal de juerga y diversión, hubiera surtido espontánea en la humanidad.

            Y si no, hagamos una prueba. Reunamos en un local una colección de mocetes de diferentes razas, pueblos, costumbres y religiones, que no hayan visto en su vida una máscara ni hayan oído nombrar a Noé ni a Dionisos ni que hayan jamás existido las carnestolendas. Sentémosles en torno a una mesa y sirvámosles una buena chocolatada. Cuando se haya roto el hielo de la primera entrevista y empiecen a animarse, abandonemos el salón dejándolos a su aire. ¿Se apuestan ustedes cualquier cosa, a que, si volvemos a los pocos minutos, los hallamos a todos con sus deliciosas caricas embadurnadas de chocolate, simulando cejas monstruosas, patillas estrepitosas, mostachos a lo kaiser, bigotillos a lo charlot y cuantos caprichos facial-capilares haya podido idear la presunción masculina a través de los tiempos?

            Y si, en vez de críos, reunimos hombres hechos y derechos, el caso se repetirá corregido y aumentado. Por lo visto, la tendencia a ponerse raro para divertirse más es una cosa innata en la humanidad.

            Esto no estaría del todo mal, si supiéramos mantenernos en el justo medio, pero resulta que, una vez que se ve uno con la cara tapada y vestido de colorines, tiende, sin darse cuenta, a hacer el gamberro. Y eso debió ocurrir en Pamplona, en tiempos pasados, como se deduce de lo que aconteció y se acordó en la sesión del miércoles 16 de febrero de 1619.

            En ella, el sesudo y discreto marqués de Santacara recordó a sus compañeros de la corporación municipal que eran próximos ya los nefandos días de las Carnestolendas y que en estas fiestas de paganas reminiscencias, solían acontecer grandes disturbios y disensiones, con motivo de bailes, máscaras y mojigangas. Y al presente, añadía, peligra muy mucho, se acentúen estas perturbaciones, por entrarse, en la ciudad, dos tercios de soldados y, entre ellos y los vecinos, estudiantes y curiales, acaso podrían resultar riñas que degeneraran en muertes, heridas y otros excesos. Ante todo lo cual opinaba que convendría que la ciudad publicase bando mandando a todos sus vecinos, habitantes y moradores se abstuviesen de salir durante dichas fiestas disfrazados en mojigangas y bailes.

            A todos los rexidores parecieron de perlas las discretas razones del señor marqués y, por unanimidad, acordose cargar al docto secretario, Don Juan de Urdániz la redacción del bando prohibitivo. Y el erudito don Juan preparó el que a continuación se copia. Por tratarse de una resolución que rezuma sesudez y buen criterio, somos de opinión que no debe permanecer inédita. He ahí la elucubración municipal:

            “La muy Noble y muy Leal Ciudad de Pamplona, Cabeza del Reyno de Navarra y sus Rexidores en su nombre:

            Hace saber a todos sus vecinos, habitantes y moradores a quienes pueda y deba comprender este bando, que la experiencia ha enseñado los disturbios, disensiones, pendencias, heridas y muertes y otros daños que han resultado y resultan desde el domingo de Carnestolendas, hasta el día de Ceniza, con ocasión de bailes de máscaras, mojigangas y otras, con gran deservicio de Ntro. Señor y de la causa pública. Y deseando ocurrir el remedio, ordenan y mandan que ninguna persona, grande ni pequeña sea osada en salir los tres días de Carnestolendas, primero vivientes, disfrazados en bailes, mojigangas ni en otra manera, pena de que serán castigados con todo rigor en sus personas y bienes, con más los daños que pudieran resultar y que se ejecutarán así en los padres de familia y amos y otras personas que los permitiese salir de sus casas, a arbitrio de la Ciudad; y para que venga a noticia de todos y nadie pretenda ignorancia, se manda pregonar públicamente por los puestos acostumbrados, Fecha en la Ciudad de Pamplona a 18 de febrero de 1689”.

            El carnaval callejero no murió, sin embargo. Volvió a brotar, pero no creemos que nunca tuvo en  Pamplona mayor importancia. El que nosotros conocimos, se reducía en contadísimas comparsas y máscaras sueltas, ataviadas con trajes alquilados a la viuda de Minué, y caretas compradas en casa de Razquin. Algún oso marino que otro, la máscara del higuí, rodeada de mocés que cantaban aquella de -Ay Levitón- me gusta mucho el vino… y pare usted de contar.

            Lo único digno de notarse eran los elegantes y animados bailes, organizados en el Teatro Gayarre por el Casino de Eslava, en el que derrochaba el buen gusto y sano humor.

            Antes de la guerra civil del 78, por lo que oímos contar a nuestros mayores, fueron animadísimas las reuniones carnavalescas que se verificaban en el Casino Principal, que en aquel entonces tenía sus locales en el Vínculo. Disponía de unos locales espaciosos en los que podían bailar cómodamente más de cien parejas . La comisión la formaban vitaliciamente los hermanos Lagarde, Aillón, Villanueva, Iturralde, Ansoleaga, López y Rosich. El salón quedaba artísticamente arreglado bajo la sabia dirección de Casildo Lagarde y Juanito Iturralde y Suit, y el ambigú era servido por Monteverde.

            Se daban tres bailes a los que asistía lo más selecto de la población; la concurrencia era inmensa y el lujo extraordinario, muchas las máscaras, y ataviadas con muy buen gusto.

            “Recuerdo, decía un contemporáneo, que de una tertulia muy nombrada acudieron doce muchachas preciosas disfrazadas de horas, y otro grupo de jóvenes del alfabeto. Ambas comparsas muy bien caracterizadas y lujosamente ataviadas, así como las demás, que no cesaban de dar bromas, constituían un conjunto agradabilísimo”.

            Ya por entonces (1860 y pico) habían pasado a la historia los minués y pavanas. Estaban de moda los lanceros, poleas, mazurcas, walseses Bostón y corridos. El cotillón, con su obligado acompañamiento de rigodones, vino después. Todos ellos, muchos de los cuales llegamos a conocer en nuestra lejana edad de percebe, fueron barridos y desterrados ante el empuje del tango, foxtrot y otros, los cuales, a su vez, se han visto desbancados por el bugui-bugui, samba… y así irá ocurriendo mientras el mundo sea redondo y gire y de vueltas vertiginosas, haciendo perder la cabeza y el sentido común a la inconsciente humanidad.
Tiburcio de Okabío
Diario de Navarra. 27 Febrero, 1949”

Hasta la próxima entrada que será quizá relacionada con la cuaresma, ya que viene el Miércoles de Ceniza, en que un año más acompañaremos al Cristo Alzado hasta la catedral, si Dios quiere.

sábado, 1 de marzo de 2014

Ignacio Baleztena y Sir Samuel Hoare en los sanfermines de 1941



Querido lector, veíamos en anteriores entradas como el aitacho y la familia Baleztena daba asilo y alojamiento a las más variadas personas durante la II Guerra Mundial. (pinchar aquí y aquí). Pues bien, una de los que se alojó en Casa Baleztena fue sir Samuel Hoare. ¿Y quién era este personaje?. Pues una mezcla de diplomático y espía que fue nombrado en mayo de 1940 embajador del Reino Unido en España. Churchill le había encomendado la misión de evitar que España entrara en la guerra a favor de Alemania.

Así el susodicho embajador buscaba bajo manga contactos e informadores entre las gentes de las más diversas procedencias, a la vez evitando enfrentamientos diplomáticos con Franco con quién mantenía una tensa relación.

Sir Samuel Hoare

Por esas cosas de la vida, buscando posibles aliados entre los carlistas, vino a recalar con su mujer en Casa Baleztena en los sanfermines de 1941, cosa que no fue muy bien vista por germanófilos y pro franquistas, que organizaron una protesta contra la familia frente a la casa por acogerlos.

Y qué más quería el sanferminero Ignacio Baleztena que agasajar a un embajador inglés a su estilo. Puso en marcha su maquinaria mezetil para prepararle un completo programa, así que le organizó con el Muthiko Alaiak (peña sanferminera creada por mi padre e integrada fundamentalmente por carlistas) una exhibición de danzas en su honor. Además ya tenía todo arreglado para que le brindaran un toro un día en el que, junto con su hermano Pello, iban a acompañarle a ver una corrida.

El embajador que venía con una misión más bien discreta tuvo que convencer, no sin dificultad, a mi padre de que igual no era lo más prudente organizar semejante guirigay y que por motivos diplomáticos era mejor suspender lo de los danzaris del Muthiko, el brindis del toro y otras notoriedades del estilo, aunque todo esto no fue óbice para que el británico sir disfrutara de unos sanfermines a lo grande guiado por el aitacho, que era el mejor cicerone para este menester.  

Y mientras establecía contactos destinados a indagar la posición de los carlistas frente a Franco y en caso de una invasión alemana, entre festejo y festejo se lo pasó en grande, creándose una amistad personal con los Baleztena que duraría de por vida. La cosa es que se fue de Pamplona encantado y además llegó a esta conclusión: «Cuando salí de Pamplona, lo hice con la convicción de que los navarros se hallaban todavía dispuestos a morir por su fe y de que si en cualquier momento se extendía la guerra a la península, los tendríamos de nuestra parte».

Estas historias de familia que se han ido transmitiendo de generación en generación, tengo la suerte de recordarlas de nuevo junto con mi prima Roshari Jaurrieta Baleztena, ahijada del aitacho, que las vivió muy de cerca al ser contemporánea a todas ellas y además tener una memoria prodigiosa. Que Dios se la conserve muchos años.

Y como epílogo y curiosidad personal, comentaré que años después, cuando me fui en plan aventura a buscar trabajo en Londres, llevaba una carta escrita por mi padre a su viejo amigo Lord Templewood (que era ni más ni menos que el propio Sir Samuel Hoare) para que fuera a visitarle sabiendo que allí me acogerían con cariño. La verdad es que por no hacer caso acabé durmiendo en una siniestra pensión abrazado a la maleta, pero esto es otra historia que no viene a cuento.
Y hablando del Muthiko Alaiak y el grupo de danzas veremos lo que ocurrió en Bayona en breve, pero antes de eso y por las fechas carnavalescas en las que estamos antes introduciré una iruñería sobre los carnavales de antaño en Pamplona, si Dios quiere.

sábado, 25 de enero de 2014

Ignacio Baleztena padre de nuevo y los judíos en Leiza



            Querido lector, la inauguración del Museo (carlista) de Recuerdos Históricos, creado por el aitacho (pinchar aquí y aquí para ver la historia y aquí para hacer una "visita virtual" al museo) el 1 de Julio de 1940 no dio casi tregua a los sanfermines con todo lo que ello suponía para mi padre de alboroto y disfrute. 

 
Desde su juventud Ignacio Baleztena gozó de los sanfermines a tope. En esta foto que guardaba se ve la antigua plaza de toros de Pamplona (anterior a 1922) en una corrida sanferminera en la que murió un caballo en el ruedo. Como curiosidad se ve a un numeroso grupo de mozos vestidos de pamplonicas ya en aquellos años sobre la puerta.
Finalizadas las mezetas, casi seguido, un nuevo motivo de gran alegría llegaba a la familia. La mamita (así llamábamos a mi madre Carmen) daba a luz el 17 de Julio a su octavo hijo, Carlos Baleztena Abarrategui, es decir “Caco”. A los niños nos mandaron a Leiza para que mi madre pudiera recuperarse, y en cuanto pudieron, los felices padres y el nuevo hijo se unieron al resto para pasar como era habitual el veraneo allí.

Familia Baleztena Abarrategui en 1940. Abajo el 8º hijo Carlos (Caco)


También veíamos en anteriores entradas cómo el aitacho y el resto de la familia daban apoyo humanitario a extranjeros miembros de la Resistencia y otros que huían de el avance alemán, acogiéndoles entre Pamplona y Leiza (pinchar aquí y aquí). Pues bien, esto viene a colación porque precisamente a la llegada a esta noble villa se encontraron lo que leemos a continuación, escrito por tía Lola, hermana de Ignacio Baleztena:

“Al llegar a Leiza, nos encontramos con gran cantidad de extranjeros; entre ellos, señoras muy agradables y distinguidas. Nada sabían de sus maridos y su afán era poder reunirse con ellos en Marruecos o en Argelia; había también numerosos argelinos y un centenar de judíos que suspiraban por poder llegar a su tierra de promisión, principalmente representada en Tel-Aviv, la capital del estado de Israel, y cuyas construcciones modernas eran la antítesis de las tiendas levantadas por sus errantes antepasados.

Estos judíos eran jóvenes: holandeses, franceses y también alemanes escapados de las horrendas matanzas organizadas por Hitler, huidos de los espantosos campos de concentración. ¡Qué tragedias las suyas!. ¡Qué relatos tan impresionantes sobre los trenes letales, las cámaras de gas!. Un holandés contaba cómo fue preso con sus padres y hermana; a su padre lo hacinaron en un tren, cuyo seguro destino era la muerte. Como era anciano tropezó al subir y su hijo, con movimiento instintivo, le ayudó a montarse:

- ¡Y le empujé a la muerte! –repetía con trágica desesperación -. Mi madre y mi hermana estaban en un campo de concentración contiguo al mío. Por las mañanas solía subir a un pequeño montículo, desde el cual, a lo lejos, conseguía verlas. Una noche, se oyó un griterío espantoso en el campo de las mujeres, y ya no volví a verlas más. Ya nunca podré sonreír siquiera.

Su caso, tristísimo, era uno entre miles. La cara de este muchacho estaba petrificada por una angustia infinita. El tiempo juzgará, más o menos imparcialmente, aquellos masivos exterminios, pero sin esperar a sus juicios, basta tener los más elementales sentimientos de humanidad para condenar las bárbaras matanzas, fríamente calculadas, en una era que presume de civilizada.

            La juventud, en medio de las mayores catástrofes y de las más horrendas tragedias, reclama a la vida su parte de dicha e ilusión. Así pasaba con aquellos judíos, los cuales, viéndose en libertad en un país no hostil que les recibía con afectuosa compasión, dieron rienda suelta a su alegría juvenil por tan largo tiempo represada. Se mezclaron a la vida del pueblo: acompañaban a las chicas y como les decían galanterías a las que los guizones no les tenían acostumbradas, ellas, aunque formales, aceptaban complacidas los homenajes de los hijos de Judá, lo cual no hacía ninguna gracia a los hijos de Aitor; se prestaron serviciales a cortar la leña de las monjas, a ponerles la instalación de luz eléctrica en la capilla y otros detalles discretos y simpáticos.

            A las ocho de la mañana, formaban en la Plaza para dedicarse a ejercicios gimnásticos, cumpliendo con ello uno de los postulados del nuevo estado de Israel: llegar a crear una raza fuerte que desterrara la imagen del judío pálido, nervioso, desencajado; también organizaban partidos de futbol, y esos partidos interconfesionales eran pintorescos, apasionantes:

-         ¡Ya han metido un gol los cristianos! –gritaban los chiquillos unas veces.

-         ¡Ya han “entrao” otro los judíos! –decían otras.

La portería de la “iglesia” solía estar defendida por un chico de nuestra casa y la de la “sinagoga” la guardaba celosamente el popular “Maiz”, a quien llamaban así por el color mazorca de su pelo.

Los judíos tenían su rabino y solían celebrar su tradicional “Sabhá” en una casa del pueblo. No se veía muy concurrida la ceremonia ritual, pues aquellos jóvenes no eran de los que hubieran llorado ante el “Muro de las Lamentaciones” de Jerusalén su grandeza perdida.

Al llegar las fiestas de San Tiburcio, los pobres desterrados tomaron parte activa en ellas, luciendo al cuello el internacional pañuelico rojo, corriendo ante las vaquillas, alternando en los bailes de la Plaza. Una noche, animados por aquel ambiente de alegría, sin distinción de razas ni religiones, tomándose de la mano formando corro, se pusieron a bailar la “Jora”, su danza tradicional, algo parecida a las sardanas. Se marcaban el compás cantando melodías impregnadas de dulce melancolía. La gente se agrupó a su alrededor. Uno, llegando al corro, preguntó intrigado:


-         ¿Zer da ori?.

-         Judioko dantza –le contestaban.

Suelta de vaquillas para niños durante unos santiburcios de Leiza.

Aquello era original, inesperado. Las montañas de la Euskalerria contemplaban en aquella noche serena de agosto a los dispersos judíos bailar su danza ancestral, y daba satisfacción pensar, que cuando menos, entre nosotros, aquellos seres perseguidos, que tantos horrores habían presenciado, encontraban simpática hospitalidad, cristiana compasión.

Si los odios y las guerras separan las razas y desgarran los pueblos, ¿no los podrían unir la comprensión, el amor y la alegría?.”

            Pero no eran los únicos extranjeros que se juntaron en Leiza durante la Guerra Mudial, ya que reapareció también un viejo conocido venido de lejos como veremos en la próxima entrada si Dios quiere.

Celebraciones en la entonces Plaza del Tercio de San Miguel de Leiza (actualmente Plaza de San Miguel y siempre más conocida como "la plaza") durante aquellos años
 No quiero finalizar sin agradecer a Victor Sierra-Sesúmaga la desinteresada digitalización de varias de estas fotos de los archivos de la familia, que enriquecen tanto este blog.

miércoles, 15 de enero de 2014

"Visita virtual" al Museo de Recuerdos Históricos



Querido lector, veíamos en las anteriores entradas (pinchar aquí y aquí) cómo el aitacho creaba el conocido Museo de Recuerdos Históricos embarcando a toda la familia para variar. Para los que no lo conocisteis, que seguramente será la mayoría, os quiero explicar cómo era este encubierto Museo de las Guerras Carlistas, según mi memoria y las fotos que se conservan.

Fachada del Museo de Recuerdos Históricos. En la entrada se adivina la figura de Ignacio Baleztena y su hermana Dolores

 A la entrada por el portón nos encontramos con una sukalde completa con su chimenea, sus burnis, damboril para asar castañas, kaikus y otros utensilios clásicos de la cocina montañesa, en donde al amparo del fuego de la chimenea se encontraban dos maniquís: el abuelo con boina colorada, sentado con su bastón en un escaño explicando a su nieto, vestido de Pelayo, historias carlistas, muchas de ellas vividas por él, cuyos símbolos va a contemplar en un recorrido por el museo. Esta sala era especialmente entrañable, estampa de un hogar navarro cualquiera, en el que la Tradición se transmite de generación en generación.

Sala del "Hogar navarro, forja de Tradición" donde en una sukalde (cocina) el abuelo veterano carlista transmite su experiencia a su nieto, plasmada en los símbolos y objetos que va a contemplar en el museo.

            Subiendo por la hermosa escalera palaciega, terminado el primer tramo, observamos colgado en la pared una placa metálica con la inscripción: PROHIBIDA LA ENTRADA A LOS CARLISTAS. Esto que llamaba mucho la atención, con el toque de humor que tenía que imprimir en todo el aitacho, era una placa que estaba a la entrada de la Casa del Pueblo de Bilbao y fue cogida por un carlista cuando la toma de Bilbao, así que también era una pieza del Museo.

Siguiendo el ascenso por la escalera cuyas paredes se hallaban decoradas con cuadros, llegamos al primer piso, donde se hallaba, a mano izquierda la sala de la Generalísima, bandera de D. Carlos V, que ocupaba la pared principal, con dos carlistas uniformados y con fusiles haciendo guardia e iluminada por dos bombas de artillería, en las paredes varios cuadros.

Sala de la Generalísima

La Generalísima del Exército de Carlos V en el Museo de Recuerdos Históricos

Reverso de la Generalísima

Siguiendo el pasillo, también a la izquierda la capilla dedicada a San Juan Bautista cuyas paredes estaban adornadas con abundantes cuadros que contenían los recordatorios de los requetés muertos en la guerra y en donde se celebraba todos los días 10 del mes una misa por los muertos (hay que saber que el 10 de marzo se celebra la festividad de los Mártires de la Tradición).

Capilla de San Juan Bautista del Museo de Recuerdos Históricos de Pamplona durante una Misa en la festividad carlista de los Mártires de la Tradición

Dña Cecilia y Mª Teresa de Borbón Parma rezan en la capilla de San Juan Bautista del Museo de Recuerdos Históricos de Pamplona tras una Misa de los Mártires de la Tadición

Siguiendo el pasillo que rodeaba a un patio interior se hallaba al fondo la Sala de las Banderas, una muy buena colección de enseñas carlistas de las distintas guerras, la mayoría procedentes del Palacio de Loredán, y otras cedidas por particulares, con tambores de campaña y presidida por la escultura de las Tres Generaciones. A continuación, una sala curiosa donde se guardaba en una vitrina el volante y posa brazos de la avioneta en la que se estrello Mola y algunos otros objetos suyos.

Vista general de la Sala de las Banderas

Detalle de la Sala de las Banderas

Vista de la Sala de las Banderas

Escultura de las tres generaciones en la Sala de las Banderas
 
Detalle de la Sala de las Banderas

 
Lateral de la Sala de las Banderas
Seguía la sala del Requeté con dos maniquís uniformados, alguna bomba de artillería, una vitrina con diversos objetos del Requeté, seguido por el estandarte del Cura de Santa Cruz (negro, con una calavera y dos tibias, similar a la de los piratas), su bastón-espada de caña, su boina…,

Al fondo Sala del Requeté y en primer plano rincón del Cura de Santa Cruz

Estandarte del Cura de Santa Cruz

Continuaba la sala donde se hallaba el botiquín de campaña con toda clase de utensilios, el altar de campaña también con todos sus utensilios, dos maniquís vestidos el uno con el traje de requeté y el otro con el uniforme auténtico de enfermera margarita.

Sala de Sanidad de Campaña

Después seguía la cama de campaña de D. Carlos VII, la biblioteca con documentos, cartas manuscritas de los reyes, generales, personajes, diversos libros etc., y junto a esta pieza estaba la vivienda de los que atendían y guardaban el museo.

 
Cama de campaña de Carlos VII
             
 
Biblioteca carlista
Llegamos al tercer piso y nos encontramos con una amplia sala, donde a su mano derecha estaba una sala con dos vitrinas que contenían uniformes de D. Alfonso Carlos, el de húsares de D. Jaime, con sus espadas boinas y otros pertrechos y en las ventanas cuatro hermosas vidrieras con las figuras de D. Carlos V, D. Carlos VII, D. Alfonso Carlos y D. Jaime.

Casaca, boina y espada de D. Carlos VII

En la parte opuesta, la sala de Zumalacárregui con el cuadro gigante de Maeztu representando al general sentado a los pies de su caballo blanco, fusiles carlistas con su bayoneta, dos bombas de artillería, un maniquí de cera con la cara de él mismo con su uniforme, dos vitrinas con objetos del mismo como las navajas de afeitar (siete, pues tenía la costumbre de afeitarse cada día de la semana con un distinta, su pluma, boina fajín… etc.

Sala de Zumalacárregui

Objetos personales de Zumalacárregui

            Y entre las dos salas, un amplio espacio con chimenea, muebles y en un cuarto interior el despacho de tía Lola, al que le llamaba la sala roja, no abierta al público, donde se guardaban objetos de los republicanos, gorros de milicianos con inscripciones blasfemas, banderas, etc. y la fusta de José Antonio Aguirre cogida en la conquista de Bilbao.

            Y así terminamos esta breve pero curiosa visita al tristemente desaparecido Museo de Recuerdos Históricos, el primer museo carlista. Espero que la hayas disfrutado. Hasta la próxima entrada si Dios quiere. Pero para terminar de dejarte buen sabor de boca expongo algunos otros detalles del museo: banderas, retratos...

Bandera del Batallón de Guernica al servicio de D. Carlos VII

Otra bandera de las guerras carlistas
Bandera carlista con la Inmaculada

Bandera Carlista de la época de D. Jaime

Bandera carlista con el emblema de D. Carlos V bajo el escudo

Bajo la bandera los Evangelios sobre los que juró los Fueros D. Carlos VII

Bandera de los Voluntarios de Navarra en la Guerra de la Convención contra los franceses. Como curiosidad el escudo de Navarra aparece laureado, ya que casi nadie sabe que Navarra tiene tres laureadas
Bandera carlista con la Inmaculada

Bandera legitimista francesa

Bandera de Somorrostro

Bandera del Tercio de Montejurra

Bandera de los Voluntarios de Covadonga a favor de D Carlos V y Dña Margarita

Bandera carlista de los Voluntarios de Navarra



Estandarte carlista de la Virgen del Camino de Pamplona

Por la Religión de España su Rey sale a campaña. Bandera carlista

Cuadro de la toma de Barcelona en la Guerra Civil por el Tercio de San Miguel

Retrato de D. Carlos VII en el Museo de Recuerdos Históricos

jueves, 9 de enero de 2014

Ignacio Baleztena crea el Museo de Recuerdos Históricos



            Querido lector, como estamos viendo a lo largo del blog la imaginación del aitacho no tenía límites, y a cada momento, se le ocurría alguna idea, que curiosamente solía llevar a la práctica involucrando, eso sí, a toda la familia.

            Así pues, una vez terminada la guerra y viendo que ya los veteranos de las guerras carlistas iban desapareciendo, y con ellos los testimonios vivos de esas épocas, pensó en recoger todos los recuerdos que pudiera y montar con ellos un museo, y se puso, o mejor dicho, nos puso a todos manos a la obra. Ya introduje una entrada al respecto que puedes leer pinchando aquí, para seguir ahora el hilo de la historia.

            Dicho y… a hacerlo, mi padre localizó un gran caserón que se alza a un lado de la calle Mercaderes, con traza de palacio, de ladrillo rojo, de estilo navarro-aragonés. Balcones de hierro volantes se abren en la fachada, y en la portada, barroca, labrada en piedra, sobre el gran portón, se alza una estatua de San Juan Bautista, rodeada de escudos nobiliarios y con esta inscripción:

“Este colegio de San Juan Bautista lo fundaron los señores don Juan Bautista Iturralde y doña Manuela Munárriz, su mujer. Año 1734”.
           
            Los señores Marqueses de Munárriz fundaron este seminario, con sus becas, para que en él cursaran la carrera eclesiástica los hijos del valle del Baztán. Al pasar esta antigua fundación al gran Seminario Diocesano, quedó convertido el edificio en el Museo de Recuerdos Históricos, que debió llamarse Museo de las Guerras Carlista, pero por mor de la famosa Unificación, y en evitación que se apoderara de él el Movimiento (para los más jóvenes era el principio motor del Estado en tiempos de Franco y el partido único), con las consecuencias que ello acarrearía, al aitacho se le ocurrió poner el nombre de Recuerdos Históricos.

Fachada del Museo de Recuerdos Históricos. En la entrada pueden verse las figuras de Ignacio Baleztena y su hermana Dolores.

            Mi padre fue el director y su hermana Dolores, tía Lola, “su secretaria”, como le gustaba llamarse, y todos los demás de comparsas, que trasladábamos objetos, clavábamos clavos, chinchetas, poníamos vitrinas, maniquíes… etc. Recorríamos todas las casas en las que se suponía había algún recuerdo, tanto en Pamplona como en los pueblos de Navarra, Guipúzcoa, Vizcaya, Alava, etc. y se llevaban, donde los propietarios lo cedían en depósito a Ignacio Baleztena para el Museo.

            Había un problema importante, el económico. Pidió una ayuda a la Diputación, que se la concedió; por cierto bastante por no decir muy pequeña, pero algo es algo, y quiso que saliera adelante como por una especie de suscripción popular, así que creó los amigos del Museo, socios que pagaban cuotas que iban desde una peseta, las más, hasta 25 pts., las menos, pasando por un duro, dos duros, tres… incluso dos reales o uno, eso sí, de agujero. Lo recuerdo perfectamente, porque por navidades mi tía Lola, que como ya he indicado, hacía las funciones de “secretaria” del aitacho, como decía ella, nos daba a los hermanos pequeños un talonario con los nombres de los benefactores, y allá que nos lanzábamos nosotros casa por casa a recolectar el dinero; claro, siempre caía algún céntimo que otro, algún dulce…

            Después de esta ingente labor, con casi ninguna ayuda de nadie, incluso con la animadversión de muchos, se consiguió inaugurarlo oficialmente el día 1 de julio de 1940, y abrirlo al público. En él se podía visitar: la Sala de Zumalacárregui, la Sala de los Reyes, la Biblioteca, la Sala de Irache, la Sala del Cura de Santa Cruz, la Sala de la Legitimidad, la Sala del Requeté, la Sala de las Banderas, la Sala de la Generalísima, la Capilla, todas ellas repletas de interesantes y valiosos recuerdos, de interesantes y valiosas historias, todo ello desaparecido posteriormente en circunstancias que prefiero no recordar ya que este blog tiene que ser el antídoto de la amargura.

Ya tenía el local, aunque los dineros…, escasos, muy escasos, pero… ¿quién paraba a mi padre? Y empezó la zarabanda. Comenzando por los objetos de la propia casa, de los amigos, conocidos, correligionarios, recorriendo todos los pueblos de Navarra y de los alrededores, incluso de Francia e Italia, escribiendo cartas a todas partes consiguió un abundante material para su proyecto que de una manera somera y con la escasa memoria que me queda voy a intentar explicarlo, haciendo un breve recorrido por sus salas, con fotos de las mismas, en la próxima entrada si Dios quiere.

Ignacio Baleztena Ascárate con la boina y la espada de Carlos VII asomado a un balcón del Museo de Recuerdos Históricos con la Condesa de París. Más adelante hablaremos la relación de la familia Baleztena con los Condes de París.