Querido lector, la mejor presentación de esta entrada es que leas la anterior pinchando aquí, o no entenderas nada porque son dos iruñerías del aitacho que van seguidas una de otra, en torno al Privilegio de la Unión, así que sin más preámbulo vamos a ello:
Biznietos de Ignacio Baleztena disfrutando de los gigantes en la celebración del "Privilegio de la Unión" |
“EL PRIVILEGIO DE LA UNION – II
Rivalidades de los barrios
Todos los habitantes de cualquier que fuesen eran muy brutos y un tantico majaderos ; por la cuestión más insignificante la emprendían a zartakos y muturrekos los unos contra los otros, y ni al rey ni a los guardias de la porra les era posible separarlos, ni hacerles entrar en razón. Además eran chatos en su inmensa mayoría; pues como siempre andaban a ñeque limpio y a mamporro sucio, se ponían las narices como castañuelas (sicut crótala, dice el original).
Cuando los de un barrio jugaban contra otro al foot-ball, no terminaban nunca el partido, pues, antes de finalizar el primer tiempo, la mayoría de los jugadores se hallaban en la Casa de Socorro luciendo una rica variedad de contusiones, heridas, fracturas, erosiones, moraduras, cardenales y otros mil deterioros epidérmicos. En cierta ocasión un delantero de la Navarrería, de un puntapié “incaló” al árbitro en el pararrayos de la torre izquierda de la catedral. Mirando bien con unos prismáticos, aún puede verse en la punta del pararrayos el silbato del árbitro que quedó allá enchufado y que no ha podido ser extraído por más esfuerzos que para ello hizo el despachaperros de la catedral.
Si los mocés del barrio jugaban al “chis”, iban callandico los de otro y les choraban el carrete y las ochenas. Pero la más gorda se armó en ocasión en que estando jugando barios mukizus del barrio de San Miguel al irulario en lo de Argaray, sacaron un ojo al alcalde de San Cernin, que se paseaba tan orondo por aquellos contornos. Los chicos se acercaron al interfecto dándole excusas mil y augurándole que no era nada lo del ojo; pero, ¡que si quieres!, la deteriorada autoridad municipal, sin atender a las justas razones del moceterío, empezó a quejarse y a berrear como un energúmeno. A sus alaridos fueron “reuniéndosen” todos los vecinos del Burgo y empezaron a dar mueras y a mentar de mala manera a los árboles genealógicos de los de San Miguel, diciendo que lo del ojo había sido intencionado; y armándose de palos y piedras, la emprendieron contra las farolas y escaparates del barrio, no dejando vidrio sano en toda la vecindad.
Los de San Miguel pidieron auxilio a sus vecinos de la Navarrería, y los de San Cernin a los de San Nicolás; y un domingo, después de misa parroquial, salieron todos fuera depuestas dispuestos a deteriorarse el físico y a romperse la crisma, según el gusto del consumidor.
La gran batalla de Erleteguieta
A los de la Navarrería y San Miguel les dirigía un caballero muy bruto y majadero llamado García Almoravid, y a los del otro bando, un francés que se llamaba, o mejor dicho, a quien llamaban Eustaquio de Beaumarché; que en lo de majadero y bruto en nada se dejaba aventajar del primero. Lo único que les diferenciaba era que uno lanzaba interjecciones vasco-hispánicas, y el otro parlaboteaba en provenzal.
Empezó la batalla tirándose a las cabezas pedruscos y arricozcorres. Un ladrillo lanzado por un caracolero de la calle de Lindachiquía vino a dar de lleno en el ojo izquierdo del presidente de la comisión de Gobierno del barrio de San Miguel, quien al frente de los ministros, serenos y perrero del barrio, todos ellos con cascos emplumados, se habían adelantado imprudentemente a sus demás compañeros. Salió el ojo disparado como un cohete y vino a encajarse como anillo al dedo, en el hueco que dejó el irulario de marras en la rubicunda faz del alcalde de San Nicolás; quien, merced a este incidente, dejó de ser tuerto, aunque quedó con un ojo azul y otro castaño, como esos perricos de rabo en interrogante que acompañan a los curas viejos de pueblo cuando pasean por la carretera.
Agotadas las piedras la emprendieron a garrotazos, y rotos los garrotes se acometieron a cabezada limpia como los carneros. Y así, de esta manera tan entretenida, arreándose zartakos, mamporros, ñeques, trompazos, ostikos, coces y patadas les cogió la noche y se fueron todos a descansar y curarse los chichones y cazcatacos que se hicieron durante la refriega.
Hoy día, cuando en el ensanche se hacen los cimientos de las construcciones y viviendas, suelen aparecer por doquier dientes, muelas, algún peroné que otro y otros artefactos corpóreos, rotos y desprendidos ¡ay! de sus alvéolos en aquel día memorable.
El Privilegio de la Unión
Así pasaron varios años sin que las cosas llevaran camino de amigable arreglo, hasta que vino a reinar en Navarra un gran rey, sabio, justo y bueno, llamado Carlos el Noble, a quien con tantos ruidos y pendencias le tenían asaz fastidiado, pues no le dejaban dormir tranquilo la siesta, y aún había veces, en que las piedras que se tiraban a honda de barrio a barrio, llegaban hasta palacio y le rompían los cristales del mirador y las macetas de geranios que su mujer, doña Leonor, cuidaba para ganar el premio de balcones engalanados.
Por todo lo cual, y sobre todo porque un día le mataron de un tirabecazo un tarín por el que sentía gran cariño y que pensaba cruzarlo con una cardelina, decidió poner coto a tanto alboroto y tanta pendencia; y llamando a los alcaldes de todos los barrios a su real y soberana presencia, les armó el gran trépele; item más, ordenó que se les diese a todos ellos una gran zurra a pajarero limpio en plena plaza del Castillo, mientras interpretaba la Pamplonesa el conocido vals de Astrain, vulgo el ¡riau, riau! Otro sí, ordenó y mandó que desde entonces se uniesen todos los barrios formando una sola ciudad, con un solo Ayuntamiento, un solo alcalde, con unas mismas leyes y ordenanzas, las cuales, fueron conocidas con el nombre de “Privilegio de la Unión”.
Les señaló también el escudo de armas oficial de la Ciudad, que no paso a describir, pues todos los años aparece en los carteles de San Fermín, aunque las más de las veces erróneamente interpretado. Y en memoria y recuerdo de haber puesto verdes a los alcaldes en la bronca que les armó, dispuso que la bandera de la Ciudad, que tan jacarandosamente lleva el síndico en las procesiones y otros actos oficiales, fuese del susodicho color.
Aunque no consta en el texto del Privilegio, se sabe también, que dio varias disposiciones, hoy no cumplidas, sobre la forma y manera en que la Corporación municipal había de ir el día 6 de julio a San Lorenzo para oir devotamente las vísperas de García con acotaciones de Remacha.
En un principio dio órdenes muy terminantes sobre si era lícito o no corear el público al ¡riau, riau! y hasta se dieron terminantes órdenes al jefe de municipales Lasheras, para que denunciase a quienes quebrantasen dicha orden, sobre todo si eran señoritos. El varias veces citado palimsesto, que de todo esto había, trae un romancillo que se adaptaba a dicha música y que era entonado por la jolgoriosa juventud en dicho día y ocasión:
Qué majos y qué elegantes
marchan nuestro concejales
precedidos de gigantes
gaitas, chistus y timbales.
Os recomiendo de veras
que tengáis mucho cuidau
de que no os multe Lasheras
por gritar fuerte ¡Ria,riau!”
En vista de que los bandos editados a este efecto eran sistemáticamente desobedecidos, con gran aplauso del vecindario consciente, se dejaron de publicar, y quedó entonces el pueblo soberano en libertad de riaurrizar cuanto le viniese en ganas, sustituyendo el romancillo que hablaba de prohibiciones por otro de loa y alabanza a la Corporación:
Estos tubos relucientes
y estos fraques tan planchaus
al verlos dice la gente
¡rediez lo que habrán costau!
ni en París ni en los Madriles
ni en San Luis de Potosí
se encuentran unos ediles
más majos que los de aquí.
Esta es señores y señoras, y no otra, la historia de las luchas barricidas, y de su feliz terminación durante el reinado del gran Carlos III, en el año de gracia del 1423, que en realidad lo fue de gracia y de justicia; sin embargo, existen sesudos historiadores que relatan esta verídica historia de muy diferente manera.
Tiburcio de Okabío
(13/8/1953 – D.N.)”
Y así con tan poco juicio acaba mezclando su invento del Riau riau, con el Privilegio de la Unión, con los churros de la Mañueta, con los choriarrapazales y los pisatinteros… en un relato que sigue exhaustivamente el método científico de investigar en Historia. Hasta la próxima entrada si Dios quiere.
No hay comentarios:
Publicar un comentario