Querido lector,
retomo la vida del aitacho con algunos episodios familiares antes de seguir con
su actividad social, cultural y política. Porque el valor de la familia era
fundamental para mi padre Ignacio. Así se iba formando un hogar navarro,
transmisor de la fe y la tradición de nuestros mayores, reducto de libertad y
célula básica de la sociedad, como él nos enseñó.
De nuevo como en
todas las familias se sucedían las alegrías y las tristezas y voy a comenzar
esta entrada con lo primero. Todavía estábamos en plena posguerra con todas las
penurias que llevaba acompañadas cuando en 1943 nació Luis Baleztena
Abarrategui, el noveno hijo de Ignacio y Carmen, es decir mi hermano “Bollo”,
trayendo la alegría a casa como siempre había sido el nacimiento de un nuevo
hijo hasta en las circunstancias más desfavorables. Cierto es que eran tiempos
de estrecheces, pero Dios proveería.
Y como suele ocurrir poco más de un año después vino
la contrapartida negativa de esta manera. Estaba yo
muy enfermico en fase terminal, tras una escarlatina complicada con un fallo de
los riñones. La situación era irreversible en aquella época. Me ofrecieron
darme la primera Comunión en la cama, y yo cual niño inconsciente que era, no
me daba cuenta ni de la importancia del sacramento ni de que me estaba muriendo
así que dije que quería esperar a curarme para celebrarlo.
El aitacho y la
mamita se turnaban para estar en la cabecera. Lo que más recuerdo era la
terrible sed que tenía, porque no podía beber ningún líquido según el médico de la familia, D. Bernardino Tirapu,
había prescrito debido a que no me funcionaban los riñones y no orinaba. Hasta
el asqueroso jarabe que tenía que tomar me apetecía con tal de aplacar algo la
sed. Una tarde dijo D. Bernardino a mis padres.
-
Ignacio, Carmen, la situación es
muy mala. No pasará la noche. Intentad que esté tranquilo hasta que se produzca
el desenlace. Lo siento mucho, medicamente no se puede hacer más.
Tras recibir la no
por esperada terrible noticia mi madre, acongojada y desolada, acudió a la iglesia
de San Ignacio y ante la Virgen del Perpetuo Socorro, de la que era muy devota,
le suplicó con esa fe tan fuerte y tan sencilla que ella tenía:
-
Madre, tú sabes mejor que nadie
como Madre la congoja y el dolor que se siente ante la muerte de un hijo;
Confío en ti, si es tu voluntad pese a mi dolor, Madre, te lo ofrezco, pero,
por favor al menos quítame esta angustia tan grande que tengo.
En ese momento
según ella contaba le entró una gran paz. Volvió a casa y quedó con el aitacho
que él hiciera la primera guardia, pues ella se encontraba muy cansada. Yo
dormía, en una cuna, al lado de la cama de mis padres, en la parte de mi madre;
el termómetro marcaba temperaturas muy altas, yo ardía como el fuego, y ocurrió
justo en esa situación lo que no había ocurrido durante todo el mes que me
encontraba enfermo, ya que se quedaron los dos dormidos como troncos.
Allá por la
madrugada, el carro del chirrión despertó a mi madre y ésta acongojada puso
rápidamente la mano sobre mi frente que la notó fría, y pensó con fuerte dolor:
¡ya se ha muerto!
-
¡Ignacio, Ignacio! Ya se ha
muerto.
Entonces
desconcertados oyeron una voz que decía
-
¡Mamita, mamita!
La emoción que les
entró fue tan grande que no daban crédito. Se levantaron rápidamente y vieron
cómo mis ojos bien abiertos les miraban sonrientes. El aitacho no podía
articular palabra y la mamita no pudo contener la emoción y rompió a llorar
diciéndome:
-
Javier, tómate el jarabe
-
Mamita no me apetece, no tengo
sed.
Enseguida, a
primera hora, apareció el Dr. Tirapu decidido a firmar el acta de defunción y cual
fue su sorpresa al comprobar que el niño, presunto difunto, estaba
plácidamente, sin fiebre, ni ninguna molestia y manifestó:
-
¡Carmen! El niño,
incomprensiblemente, está curado.
Siempre hemos
sabido que aquello fue un favor de la Virgen ante la confiada fe de mi madre.
Ella pedía así, con total sencillez.
Otro ejemplo de ello es que como hemos
dicho estabamos en pleno racionamiento y la vida era muy complicada con eso de
los cupos, y no digamos nada, para una familia con nueve hijos (enseguida
llegaría el décimo). Nunca se podía llegar a fin de mes. Pasábamos hambre del
que duele. Y aquí vemos otro ejemplo de este abandono confiado en la
Providencia.
Un
día, la mamita se encontró con que no tenía aceite para hacer la comida de su
familia, ni de donde sacarlo, así es que fue, como siempre, a misa a su
parroquia de San Nicolás y le comentó al mencionado Santo:
-
Mira San Nicolás, no tengo ni una
gota de aceite para hacer la comida de mis hijos, ni de dónde sacarlo, aquí se
han bautizado todos, bajo tu protección. Échame una mano.
Y con la
tranquilidad de haber puesto el problema en buenas manos volvió a casa. Cuando
llegó le comunicaron enseguida: “ha venido un señor de un pueblo que dice que
estuvo en la guerra con D. Ignacio y le ha traído como agradecimiento una lata
de aceite”. Nunca supimos quién era ese señor que había traído precisamente
aceite. Pero lo curioso es que mi madre lo vio como lo más normal. ¡Si se lo
había pedido a San Nicolás!
Esta entrada igual
puede tener poco interés “histórico” pero refleja que la familia del aitacho
era como otra cualquiera, con sus preocupaciones, alegrías, dificultades,
sufrimientos pero en medio de todo era siempre un hogar alegre gracias a una
arraigada fe y confianza en la Providencia impregnada por ese buen humor del
aitacho y resto de la familia que se tomaba todo a chirigota (de todo tenían
que hacer bromas y chascarrillos socarrones en las amenas tertulias
familiares).
Si algo no le faltó a mi padre Ignacio Baleztena es el sentido del humor. Como él diría era un sinfundamento (a la foto me remito) |
Así en medio de las
cosas del día a día de vez en cuando ocurrían cosas más especiales como lo que... veremos en la
próxima entrada si Dios quiere.