Querido
lector, la inauguración del Museo (carlista)
de Recuerdos Históricos, creado por el aitacho (pinchar aquí y aquí para ver la historia y aquí para hacer una "visita virtual" al museo) el 1
de Julio de 1940 no dio casi tregua a los sanfermines con todo lo que ello
suponía para mi padre de alboroto y disfrute.
Finalizadas las mezetas, casi
seguido, un nuevo motivo de gran alegría llegaba a la familia. La mamita (así
llamábamos a mi madre Carmen) daba a luz el 17 de Julio a su octavo hijo,
Carlos Baleztena Abarrategui, es decir “Caco”. A los niños nos mandaron a Leiza
para que mi madre pudiera recuperarse, y en cuanto pudieron, los felices padres
y el nuevo hijo se unieron al resto para pasar como era habitual el veraneo
allí.
Familia Baleztena Abarrategui en 1940. Abajo el 8º hijo Carlos (Caco) |
También veíamos
en anteriores entradas cómo el aitacho y el resto de la familia daban apoyo
humanitario a extranjeros miembros de la Resistencia y otros que huían de el
avance alemán, acogiéndoles entre Pamplona y Leiza (pinchar aquí y aquí). Pues bien, esto
viene a colación porque precisamente a la llegada a esta noble villa se
encontraron lo que leemos a continuación, escrito por tía Lola, hermana de
Ignacio Baleztena:
“Al llegar a Leiza, nos encontramos con gran cantidad de
extranjeros; entre ellos, señoras muy agradables y distinguidas. Nada sabían de
sus maridos y su afán era poder reunirse con ellos en Marruecos o en Argelia;
había también numerosos argelinos y un centenar de judíos que suspiraban por
poder llegar a su tierra de promisión, principalmente representada en Tel-Aviv,
la capital del estado de Israel, y cuyas construcciones modernas eran la
antítesis de las tiendas levantadas por sus errantes antepasados.
Estos judíos eran jóvenes: holandeses, franceses y
también alemanes escapados de las horrendas matanzas organizadas por Hitler,
huidos de los espantosos campos de concentración. ¡Qué tragedias las suyas!.
¡Qué relatos tan impresionantes sobre los trenes letales, las cámaras de gas!.
Un holandés contaba cómo fue preso con sus padres y hermana; a su padre lo
hacinaron en un tren, cuyo seguro destino era la muerte. Como era anciano tropezó
al subir y su hijo, con movimiento instintivo, le ayudó a montarse:
- ¡Y le empujé a la muerte! –repetía con trágica
desesperación -. Mi madre y mi hermana estaban en un campo de concentración
contiguo al mío. Por las mañanas solía subir a un pequeño montículo, desde el
cual, a lo lejos, conseguía verlas. Una noche, se oyó un griterío espantoso en
el campo de las mujeres, y ya no volví a verlas más. Ya nunca podré sonreír
siquiera.
Su caso, tristísimo, era uno entre miles. La cara de este
muchacho estaba petrificada por una angustia infinita. El tiempo juzgará, más o
menos imparcialmente, aquellos masivos exterminios, pero sin esperar a sus
juicios, basta tener los más elementales sentimientos de humanidad para
condenar las bárbaras matanzas, fríamente calculadas, en una era que presume de
civilizada.
La juventud, en medio de las mayores
catástrofes y de las más horrendas tragedias, reclama a la vida su parte de
dicha e ilusión. Así pasaba con aquellos judíos, los cuales, viéndose en
libertad en un país no hostil que les recibía con afectuosa compasión, dieron
rienda suelta a su alegría juvenil por tan largo tiempo represada. Se mezclaron
a la vida del pueblo: acompañaban a las chicas y como les decían galanterías a
las que los guizones no les tenían acostumbradas, ellas, aunque formales,
aceptaban complacidas los homenajes de los hijos de Judá, lo cual no hacía
ninguna gracia a los hijos de Aitor; se prestaron serviciales a cortar la leña
de las monjas, a ponerles la instalación de luz eléctrica en la capilla y otros
detalles discretos y simpáticos.
A las ocho de la mañana, formaban en
la Plaza para dedicarse a ejercicios gimnásticos, cumpliendo con ello uno de
los postulados del nuevo estado de Israel: llegar a crear una raza fuerte que
desterrara la imagen del judío pálido, nervioso, desencajado; también
organizaban partidos de futbol, y esos partidos interconfesionales eran
pintorescos, apasionantes:
-
¡Ya han metido un gol los cristianos! –gritaban los chiquillos unas
veces.
-
¡Ya han “entrao” otro los judíos! –decían otras.
La portería de la “iglesia” solía estar defendida por un
chico de nuestra casa y la de la “sinagoga” la guardaba celosamente el popular
“Maiz”, a quien llamaban así por el color mazorca de su pelo.
Los judíos tenían su rabino y solían celebrar su
tradicional “Sabhá” en una casa del pueblo. No se veía muy concurrida la
ceremonia ritual, pues aquellos jóvenes no eran de los que hubieran llorado
ante el “Muro de las Lamentaciones” de Jerusalén su grandeza perdida.
Al llegar las fiestas de San Tiburcio, los pobres
desterrados tomaron parte activa en ellas, luciendo al cuello el internacional
pañuelico rojo, corriendo ante las vaquillas, alternando en los bailes de la
Plaza. Una noche, animados por aquel ambiente de alegría, sin distinción de
razas ni religiones, tomándose de la mano formando corro, se pusieron a bailar
la “Jora”, su danza tradicional, algo parecida a las sardanas. Se marcaban el
compás cantando melodías impregnadas de dulce melancolía. La gente se agrupó a
su alrededor. Uno, llegando al corro, preguntó intrigado:
-
¿Zer da ori?.
-
Judioko dantza –le contestaban.
Suelta de vaquillas para niños durante unos santiburcios de Leiza. |
Aquello era original, inesperado. Las montañas de la
Euskalerria contemplaban en aquella noche serena de agosto a los dispersos
judíos bailar su danza ancestral, y daba satisfacción pensar, que cuando menos,
entre nosotros, aquellos seres perseguidos, que tantos horrores habían
presenciado, encontraban simpática hospitalidad, cristiana compasión.
Si los odios y las guerras separan las razas y desgarran
los pueblos, ¿no los podrían unir la comprensión, el amor y la alegría?.”
Pero
no eran los únicos extranjeros que se juntaron en Leiza durante la Guerra
Mudial, ya que reapareció también un viejo conocido venido de lejos como
veremos en la próxima entrada si Dios quiere.
Celebraciones en la entonces Plaza del Tercio de San Miguel de Leiza (actualmente Plaza de San Miguel y siempre más conocida como "la plaza") durante aquellos años |
No quiero finalizar sin agradecer a Victor Sierra-Sesúmaga la desinteresada digitalización de varias de estas fotos de los archivos de la familia, que enriquecen tanto este blog.