Premín de Iruña

IGNACIO BALEZTENA ASCÁRATE "PREMÍN DE IRUÑA" (PAMPLONA 1887-1972): SU PERSONA, SU VIDA Y SU OBRA

sábado, 25 de enero de 2014

Ignacio Baleztena padre de nuevo y los judíos en Leiza



            Querido lector, la inauguración del Museo (carlista) de Recuerdos Históricos, creado por el aitacho (pinchar aquí y aquí para ver la historia y aquí para hacer una "visita virtual" al museo) el 1 de Julio de 1940 no dio casi tregua a los sanfermines con todo lo que ello suponía para mi padre de alboroto y disfrute. 

 
Desde su juventud Ignacio Baleztena gozó de los sanfermines a tope. En esta foto que guardaba se ve la antigua plaza de toros de Pamplona (anterior a 1922) en una corrida sanferminera en la que murió un caballo en el ruedo. Como curiosidad se ve a un numeroso grupo de mozos vestidos de pamplonicas ya en aquellos años sobre la puerta.
Finalizadas las mezetas, casi seguido, un nuevo motivo de gran alegría llegaba a la familia. La mamita (así llamábamos a mi madre Carmen) daba a luz el 17 de Julio a su octavo hijo, Carlos Baleztena Abarrategui, es decir “Caco”. A los niños nos mandaron a Leiza para que mi madre pudiera recuperarse, y en cuanto pudieron, los felices padres y el nuevo hijo se unieron al resto para pasar como era habitual el veraneo allí.

Familia Baleztena Abarrategui en 1940. Abajo el 8º hijo Carlos (Caco)


También veíamos en anteriores entradas cómo el aitacho y el resto de la familia daban apoyo humanitario a extranjeros miembros de la Resistencia y otros que huían de el avance alemán, acogiéndoles entre Pamplona y Leiza (pinchar aquí y aquí). Pues bien, esto viene a colación porque precisamente a la llegada a esta noble villa se encontraron lo que leemos a continuación, escrito por tía Lola, hermana de Ignacio Baleztena:

“Al llegar a Leiza, nos encontramos con gran cantidad de extranjeros; entre ellos, señoras muy agradables y distinguidas. Nada sabían de sus maridos y su afán era poder reunirse con ellos en Marruecos o en Argelia; había también numerosos argelinos y un centenar de judíos que suspiraban por poder llegar a su tierra de promisión, principalmente representada en Tel-Aviv, la capital del estado de Israel, y cuyas construcciones modernas eran la antítesis de las tiendas levantadas por sus errantes antepasados.

Estos judíos eran jóvenes: holandeses, franceses y también alemanes escapados de las horrendas matanzas organizadas por Hitler, huidos de los espantosos campos de concentración. ¡Qué tragedias las suyas!. ¡Qué relatos tan impresionantes sobre los trenes letales, las cámaras de gas!. Un holandés contaba cómo fue preso con sus padres y hermana; a su padre lo hacinaron en un tren, cuyo seguro destino era la muerte. Como era anciano tropezó al subir y su hijo, con movimiento instintivo, le ayudó a montarse:

- ¡Y le empujé a la muerte! –repetía con trágica desesperación -. Mi madre y mi hermana estaban en un campo de concentración contiguo al mío. Por las mañanas solía subir a un pequeño montículo, desde el cual, a lo lejos, conseguía verlas. Una noche, se oyó un griterío espantoso en el campo de las mujeres, y ya no volví a verlas más. Ya nunca podré sonreír siquiera.

Su caso, tristísimo, era uno entre miles. La cara de este muchacho estaba petrificada por una angustia infinita. El tiempo juzgará, más o menos imparcialmente, aquellos masivos exterminios, pero sin esperar a sus juicios, basta tener los más elementales sentimientos de humanidad para condenar las bárbaras matanzas, fríamente calculadas, en una era que presume de civilizada.

            La juventud, en medio de las mayores catástrofes y de las más horrendas tragedias, reclama a la vida su parte de dicha e ilusión. Así pasaba con aquellos judíos, los cuales, viéndose en libertad en un país no hostil que les recibía con afectuosa compasión, dieron rienda suelta a su alegría juvenil por tan largo tiempo represada. Se mezclaron a la vida del pueblo: acompañaban a las chicas y como les decían galanterías a las que los guizones no les tenían acostumbradas, ellas, aunque formales, aceptaban complacidas los homenajes de los hijos de Judá, lo cual no hacía ninguna gracia a los hijos de Aitor; se prestaron serviciales a cortar la leña de las monjas, a ponerles la instalación de luz eléctrica en la capilla y otros detalles discretos y simpáticos.

            A las ocho de la mañana, formaban en la Plaza para dedicarse a ejercicios gimnásticos, cumpliendo con ello uno de los postulados del nuevo estado de Israel: llegar a crear una raza fuerte que desterrara la imagen del judío pálido, nervioso, desencajado; también organizaban partidos de futbol, y esos partidos interconfesionales eran pintorescos, apasionantes:

-         ¡Ya han metido un gol los cristianos! –gritaban los chiquillos unas veces.

-         ¡Ya han “entrao” otro los judíos! –decían otras.

La portería de la “iglesia” solía estar defendida por un chico de nuestra casa y la de la “sinagoga” la guardaba celosamente el popular “Maiz”, a quien llamaban así por el color mazorca de su pelo.

Los judíos tenían su rabino y solían celebrar su tradicional “Sabhá” en una casa del pueblo. No se veía muy concurrida la ceremonia ritual, pues aquellos jóvenes no eran de los que hubieran llorado ante el “Muro de las Lamentaciones” de Jerusalén su grandeza perdida.

Al llegar las fiestas de San Tiburcio, los pobres desterrados tomaron parte activa en ellas, luciendo al cuello el internacional pañuelico rojo, corriendo ante las vaquillas, alternando en los bailes de la Plaza. Una noche, animados por aquel ambiente de alegría, sin distinción de razas ni religiones, tomándose de la mano formando corro, se pusieron a bailar la “Jora”, su danza tradicional, algo parecida a las sardanas. Se marcaban el compás cantando melodías impregnadas de dulce melancolía. La gente se agrupó a su alrededor. Uno, llegando al corro, preguntó intrigado:


-         ¿Zer da ori?.

-         Judioko dantza –le contestaban.

Suelta de vaquillas para niños durante unos santiburcios de Leiza.

Aquello era original, inesperado. Las montañas de la Euskalerria contemplaban en aquella noche serena de agosto a los dispersos judíos bailar su danza ancestral, y daba satisfacción pensar, que cuando menos, entre nosotros, aquellos seres perseguidos, que tantos horrores habían presenciado, encontraban simpática hospitalidad, cristiana compasión.

Si los odios y las guerras separan las razas y desgarran los pueblos, ¿no los podrían unir la comprensión, el amor y la alegría?.”

            Pero no eran los únicos extranjeros que se juntaron en Leiza durante la Guerra Mudial, ya que reapareció también un viejo conocido venido de lejos como veremos en la próxima entrada si Dios quiere.

Celebraciones en la entonces Plaza del Tercio de San Miguel de Leiza (actualmente Plaza de San Miguel y siempre más conocida como "la plaza") durante aquellos años
 No quiero finalizar sin agradecer a Victor Sierra-Sesúmaga la desinteresada digitalización de varias de estas fotos de los archivos de la familia, que enriquecen tanto este blog.

miércoles, 15 de enero de 2014

"Visita virtual" al Museo de Recuerdos Históricos



Querido lector, veíamos en las anteriores entradas (pinchar aquí y aquí) cómo el aitacho creaba el conocido Museo de Recuerdos Históricos embarcando a toda la familia para variar. Para los que no lo conocisteis, que seguramente será la mayoría, os quiero explicar cómo era este encubierto Museo de las Guerras Carlistas, según mi memoria y las fotos que se conservan.

Fachada del Museo de Recuerdos Históricos. En la entrada se adivina la figura de Ignacio Baleztena y su hermana Dolores

 A la entrada por el portón nos encontramos con una sukalde completa con su chimenea, sus burnis, damboril para asar castañas, kaikus y otros utensilios clásicos de la cocina montañesa, en donde al amparo del fuego de la chimenea se encontraban dos maniquís: el abuelo con boina colorada, sentado con su bastón en un escaño explicando a su nieto, vestido de Pelayo, historias carlistas, muchas de ellas vividas por él, cuyos símbolos va a contemplar en un recorrido por el museo. Esta sala era especialmente entrañable, estampa de un hogar navarro cualquiera, en el que la Tradición se transmite de generación en generación.

Sala del "Hogar navarro, forja de Tradición" donde en una sukalde (cocina) el abuelo veterano carlista transmite su experiencia a su nieto, plasmada en los símbolos y objetos que va a contemplar en el museo.

            Subiendo por la hermosa escalera palaciega, terminado el primer tramo, observamos colgado en la pared una placa metálica con la inscripción: PROHIBIDA LA ENTRADA A LOS CARLISTAS. Esto que llamaba mucho la atención, con el toque de humor que tenía que imprimir en todo el aitacho, era una placa que estaba a la entrada de la Casa del Pueblo de Bilbao y fue cogida por un carlista cuando la toma de Bilbao, así que también era una pieza del Museo.

Siguiendo el ascenso por la escalera cuyas paredes se hallaban decoradas con cuadros, llegamos al primer piso, donde se hallaba, a mano izquierda la sala de la Generalísima, bandera de D. Carlos V, que ocupaba la pared principal, con dos carlistas uniformados y con fusiles haciendo guardia e iluminada por dos bombas de artillería, en las paredes varios cuadros.

Sala de la Generalísima

La Generalísima del Exército de Carlos V en el Museo de Recuerdos Históricos

Reverso de la Generalísima

Siguiendo el pasillo, también a la izquierda la capilla dedicada a San Juan Bautista cuyas paredes estaban adornadas con abundantes cuadros que contenían los recordatorios de los requetés muertos en la guerra y en donde se celebraba todos los días 10 del mes una misa por los muertos (hay que saber que el 10 de marzo se celebra la festividad de los Mártires de la Tradición).

Capilla de San Juan Bautista del Museo de Recuerdos Históricos de Pamplona durante una Misa en la festividad carlista de los Mártires de la Tradición

Dña Cecilia y Mª Teresa de Borbón Parma rezan en la capilla de San Juan Bautista del Museo de Recuerdos Históricos de Pamplona tras una Misa de los Mártires de la Tadición

Siguiendo el pasillo que rodeaba a un patio interior se hallaba al fondo la Sala de las Banderas, una muy buena colección de enseñas carlistas de las distintas guerras, la mayoría procedentes del Palacio de Loredán, y otras cedidas por particulares, con tambores de campaña y presidida por la escultura de las Tres Generaciones. A continuación, una sala curiosa donde se guardaba en una vitrina el volante y posa brazos de la avioneta en la que se estrello Mola y algunos otros objetos suyos.

Vista general de la Sala de las Banderas

Detalle de la Sala de las Banderas

Vista de la Sala de las Banderas

Escultura de las tres generaciones en la Sala de las Banderas
 
Detalle de la Sala de las Banderas

 
Lateral de la Sala de las Banderas
Seguía la sala del Requeté con dos maniquís uniformados, alguna bomba de artillería, una vitrina con diversos objetos del Requeté, seguido por el estandarte del Cura de Santa Cruz (negro, con una calavera y dos tibias, similar a la de los piratas), su bastón-espada de caña, su boina…,

Al fondo Sala del Requeté y en primer plano rincón del Cura de Santa Cruz

Estandarte del Cura de Santa Cruz

Continuaba la sala donde se hallaba el botiquín de campaña con toda clase de utensilios, el altar de campaña también con todos sus utensilios, dos maniquís vestidos el uno con el traje de requeté y el otro con el uniforme auténtico de enfermera margarita.

Sala de Sanidad de Campaña

Después seguía la cama de campaña de D. Carlos VII, la biblioteca con documentos, cartas manuscritas de los reyes, generales, personajes, diversos libros etc., y junto a esta pieza estaba la vivienda de los que atendían y guardaban el museo.

 
Cama de campaña de Carlos VII
             
 
Biblioteca carlista
Llegamos al tercer piso y nos encontramos con una amplia sala, donde a su mano derecha estaba una sala con dos vitrinas que contenían uniformes de D. Alfonso Carlos, el de húsares de D. Jaime, con sus espadas boinas y otros pertrechos y en las ventanas cuatro hermosas vidrieras con las figuras de D. Carlos V, D. Carlos VII, D. Alfonso Carlos y D. Jaime.

Casaca, boina y espada de D. Carlos VII

En la parte opuesta, la sala de Zumalacárregui con el cuadro gigante de Maeztu representando al general sentado a los pies de su caballo blanco, fusiles carlistas con su bayoneta, dos bombas de artillería, un maniquí de cera con la cara de él mismo con su uniforme, dos vitrinas con objetos del mismo como las navajas de afeitar (siete, pues tenía la costumbre de afeitarse cada día de la semana con un distinta, su pluma, boina fajín… etc.

Sala de Zumalacárregui

Objetos personales de Zumalacárregui

            Y entre las dos salas, un amplio espacio con chimenea, muebles y en un cuarto interior el despacho de tía Lola, al que le llamaba la sala roja, no abierta al público, donde se guardaban objetos de los republicanos, gorros de milicianos con inscripciones blasfemas, banderas, etc. y la fusta de José Antonio Aguirre cogida en la conquista de Bilbao.

            Y así terminamos esta breve pero curiosa visita al tristemente desaparecido Museo de Recuerdos Históricos, el primer museo carlista. Espero que la hayas disfrutado. Hasta la próxima entrada si Dios quiere. Pero para terminar de dejarte buen sabor de boca expongo algunos otros detalles del museo: banderas, retratos...

Bandera del Batallón de Guernica al servicio de D. Carlos VII

Otra bandera de las guerras carlistas
Bandera carlista con la Inmaculada

Bandera Carlista de la época de D. Jaime

Bandera carlista con el emblema de D. Carlos V bajo el escudo

Bajo la bandera los Evangelios sobre los que juró los Fueros D. Carlos VII

Bandera de los Voluntarios de Navarra en la Guerra de la Convención contra los franceses. Como curiosidad el escudo de Navarra aparece laureado, ya que casi nadie sabe que Navarra tiene tres laureadas
Bandera carlista con la Inmaculada

Bandera legitimista francesa

Bandera de Somorrostro

Bandera del Tercio de Montejurra

Bandera de los Voluntarios de Covadonga a favor de D Carlos V y Dña Margarita

Bandera carlista de los Voluntarios de Navarra



Estandarte carlista de la Virgen del Camino de Pamplona

Por la Religión de España su Rey sale a campaña. Bandera carlista

Cuadro de la toma de Barcelona en la Guerra Civil por el Tercio de San Miguel

Retrato de D. Carlos VII en el Museo de Recuerdos Históricos

jueves, 9 de enero de 2014

Ignacio Baleztena crea el Museo de Recuerdos Históricos



            Querido lector, como estamos viendo a lo largo del blog la imaginación del aitacho no tenía límites, y a cada momento, se le ocurría alguna idea, que curiosamente solía llevar a la práctica involucrando, eso sí, a toda la familia.

            Así pues, una vez terminada la guerra y viendo que ya los veteranos de las guerras carlistas iban desapareciendo, y con ellos los testimonios vivos de esas épocas, pensó en recoger todos los recuerdos que pudiera y montar con ellos un museo, y se puso, o mejor dicho, nos puso a todos manos a la obra. Ya introduje una entrada al respecto que puedes leer pinchando aquí, para seguir ahora el hilo de la historia.

            Dicho y… a hacerlo, mi padre localizó un gran caserón que se alza a un lado de la calle Mercaderes, con traza de palacio, de ladrillo rojo, de estilo navarro-aragonés. Balcones de hierro volantes se abren en la fachada, y en la portada, barroca, labrada en piedra, sobre el gran portón, se alza una estatua de San Juan Bautista, rodeada de escudos nobiliarios y con esta inscripción:

“Este colegio de San Juan Bautista lo fundaron los señores don Juan Bautista Iturralde y doña Manuela Munárriz, su mujer. Año 1734”.
           
            Los señores Marqueses de Munárriz fundaron este seminario, con sus becas, para que en él cursaran la carrera eclesiástica los hijos del valle del Baztán. Al pasar esta antigua fundación al gran Seminario Diocesano, quedó convertido el edificio en el Museo de Recuerdos Históricos, que debió llamarse Museo de las Guerras Carlista, pero por mor de la famosa Unificación, y en evitación que se apoderara de él el Movimiento (para los más jóvenes era el principio motor del Estado en tiempos de Franco y el partido único), con las consecuencias que ello acarrearía, al aitacho se le ocurrió poner el nombre de Recuerdos Históricos.

Fachada del Museo de Recuerdos Históricos. En la entrada pueden verse las figuras de Ignacio Baleztena y su hermana Dolores.

            Mi padre fue el director y su hermana Dolores, tía Lola, “su secretaria”, como le gustaba llamarse, y todos los demás de comparsas, que trasladábamos objetos, clavábamos clavos, chinchetas, poníamos vitrinas, maniquíes… etc. Recorríamos todas las casas en las que se suponía había algún recuerdo, tanto en Pamplona como en los pueblos de Navarra, Guipúzcoa, Vizcaya, Alava, etc. y se llevaban, donde los propietarios lo cedían en depósito a Ignacio Baleztena para el Museo.

            Había un problema importante, el económico. Pidió una ayuda a la Diputación, que se la concedió; por cierto bastante por no decir muy pequeña, pero algo es algo, y quiso que saliera adelante como por una especie de suscripción popular, así que creó los amigos del Museo, socios que pagaban cuotas que iban desde una peseta, las más, hasta 25 pts., las menos, pasando por un duro, dos duros, tres… incluso dos reales o uno, eso sí, de agujero. Lo recuerdo perfectamente, porque por navidades mi tía Lola, que como ya he indicado, hacía las funciones de “secretaria” del aitacho, como decía ella, nos daba a los hermanos pequeños un talonario con los nombres de los benefactores, y allá que nos lanzábamos nosotros casa por casa a recolectar el dinero; claro, siempre caía algún céntimo que otro, algún dulce…

            Después de esta ingente labor, con casi ninguna ayuda de nadie, incluso con la animadversión de muchos, se consiguió inaugurarlo oficialmente el día 1 de julio de 1940, y abrirlo al público. En él se podía visitar: la Sala de Zumalacárregui, la Sala de los Reyes, la Biblioteca, la Sala de Irache, la Sala del Cura de Santa Cruz, la Sala de la Legitimidad, la Sala del Requeté, la Sala de las Banderas, la Sala de la Generalísima, la Capilla, todas ellas repletas de interesantes y valiosos recuerdos, de interesantes y valiosas historias, todo ello desaparecido posteriormente en circunstancias que prefiero no recordar ya que este blog tiene que ser el antídoto de la amargura.

Ya tenía el local, aunque los dineros…, escasos, muy escasos, pero… ¿quién paraba a mi padre? Y empezó la zarabanda. Comenzando por los objetos de la propia casa, de los amigos, conocidos, correligionarios, recorriendo todos los pueblos de Navarra y de los alrededores, incluso de Francia e Italia, escribiendo cartas a todas partes consiguió un abundante material para su proyecto que de una manera somera y con la escasa memoria que me queda voy a intentar explicarlo, haciendo un breve recorrido por sus salas, con fotos de las mismas, en la próxima entrada si Dios quiere.

Ignacio Baleztena Ascárate con la boina y la espada de Carlos VII asomado a un balcón del Museo de Recuerdos Históricos con la Condesa de París. Más adelante hablaremos la relación de la familia Baleztena con los Condes de París.