Premín de Iruña

IGNACIO BALEZTENA ASCÁRATE "PREMÍN DE IRUÑA" (PAMPLONA 1887-1972): SU PERSONA, SU VIDA Y SU OBRA

viernes, 19 de octubre de 2012

Las aventuras del rey Baltasar en el Frente de Madrid, por Ignacio Baleztena



Querido lector, veíamos como el aitacho, estando a comienzos de 1937 en el frente de Madrid, en Leganés, viendo a los niños que estaban sufriendo sin culpa los horrores de la guerra viviendo entre ruinas, y pensó que la mejor manera de alegrarles un poco la penosa situación, aunque fuera por un día, era organizando una Cabalgata de Reyes Magos, que repartieran un poco de ilusión a todos, sin tener en cuenta bandos ni procedencias. Con su experiencia en esas lides, ya que mi padre Ignacio Baleztena fue el iniciador de la cabalgata de Pamplona la cosa no podía salir mal, y para eso embarcó en el asunto a todo el que encontró por medio. Para ver como se fraguó el tema te recomiendo que pinches aquí. Pues bien, precisamente tenemos un testimonio directo del desarrollo de este festejo en pleno frente de batalla, porque nos lo cuenta el mismo Ignacio Baleztena (Tiburcio de Okabío) con su particular humor en una Iruñería escrita el 11 de Enero de 1953 bajo el título “Las aventuras del Rey Baltasar en el Frente de Madrid”:

Ignacio Baleztena fue el iniciador de la Cabalgata de Reyes Magos de Pamplona, siendo durantemuchos años el representante directo de S.M el Rey Baltasar
             “... Organizose la Cabalgata en el patio de una fábrica abandonada de fideos y pastas alimenticias, sita en las afueras de Getafe, frente a la desembocadura de la carretera que une las de Toledo y Andalucía. Eligiose este lugar, por ser el que más garantías de seguridad ofrecía, pues estando el tal edificio coronado por una gran torre y su más que regular chimenea, ofrecía un magnífico blanco a las baterías de Vallecas y el Retiro, y como era natural, todos los pepinazos caían por los alrededores haciendo grandes destrozos en casas, almacenes, huertas y jardines, pero sin dar, ni por casualidad, una sola en el objetivo.

            Formada ya la cabalgata, la nuba marroquí la emprendió con una estrepitosa tocata berebere que soliviantó a los bélicos corceles de la comitiva que se pusieron a caracolear, corcovear y desarrollar, la variada serie de saltos, brincos y zinzilipurdis que registran las leyes de la equitación.

            El magnífico caballo, de pura raza árabe, que yo montaba, después de realizar a la perfección una serie de jeribeques tan sólo vistos en las películas del lejano Oeste, emprendió un furioso galope hacia Madrid, sin que yo consiguiese llegar a detenerlo a pesar de los estentóreos ¡¡¡sooo... sooo... caballo, sooo...!!! que le lanzaba. Lo más natural en estos casos es tirar de las riendas, pero yo, inexperto jinete, las solté para agarrarme como una lapa al arzón de la silla.

            Al revés de lo que le ocurría al Cid, que una vez puesto en la silla se iba ensanchando Castilla delante de su caballo, yo iba viendo que se acortaba la distancia que nos separaba de la excoronada Villa y el pánico iba invadiendo mi ánimo de una manera alarmante. Por que el trilema era de viaducto: O el caballo pisaba las riendas y se caía dando una voltereta de carnero dejándome más laminado que una calcomanía, o sin necesidad de que él pisara las riendas medía el suelo yo con mis costillas quedando, amén de diversas fracturas, con las biricas hechas una inmunda piltrafa, o, sin pasar por ninguna de ambas regocijantes perspectivas, llegaba mi caballo en su diabólico galopar hasta Madrid, atravesando la calle de Toledo cual apocalíptica visión. ¡Santa Virgen María! ¿Qué sería de mí en este caso? ¡Quien sabe si con esto se hubiesen precipitado los acontecimientos y los rexidores de Madrid, presos de indecible pánico, hubieran salido a entregar las llaves de la Villa al rey Baltasar, y ... hubiera sonado el “finis coronat opus”!.

            Pero la Providencia siempre al quite de todos los males, no faltó en tan angustiosa situación al de éste inexperto y chambón caballista. Unos cuantos regulares que ocupaban la caseta de un fielato abandonado al ver acercarse tan estrambótica visión, salieron corriendo a la carretera y consiguieron, no solo detener al desbocado caballo, sino también sosegarlo. Me miraban asombrados, como a un bicho raro, y se preguntaban qué diablos venía a hacer por aquellos andurriales aquel califa de guardarropía. Con la ayuda del sargento les expliqué, que a pesar de mi turbante yo no era Abderramán, ni mucho menos el yerno del Profeta, aunque a primera vista tuviera una ligera semejanza con ellos, y una vez convencidos, amables y sonrientes, se pusieron a mis órdenes y cuatro de ellos me acompañaron hasta Getafe ... La nuba sopló con más fuerza que antes, pero sin asustar ya a mi bíblica cabalgadura. La banda del requeté de Vitoria interpretó la Marcha Real, y rodeado de los moros de mi escolta que me vitoreaban, inconscientes de que tomaban parte activa en una fiesta de cristianos, hicimos triunfal entrada en la plaza de Getafe.

            En medio de la plaza se improvisó una plataforma con tres sillones endoselados y en ellos nos sentamos los orientales monarcas procediendo, después del discurso del rey Melchor, al reparto de ropas y juguetes entre los mocetes del pueblo. Cuando más animada se hallaba la ceremonia, se oyó un zumbido alarmante precursor de la aparición de algún rata ruso y sonó el ¡sálvese quien pueda!. Todos corrieron a los refugios y portales pero como “non es de sesudos homes ni de fidalgos de pro”, máxime si se ven con insignias de realeza, dar la espalda al enemigo, allá, en nuestros puesto, permanecimos los tres monarcas recomendando calma y organizando la retirada. Yo, la verdad, pasé un miedo horrible. Menos mal que el corcho quemado que tiznaba mi faz impidió ver la palidez mortal que tuvo a bien invadirla. Atravesó la plaza el bicharracus volador y al pasar por encima de la fábrica soltó tres marmitas que, por no perder la costumbre, no dieron en el blanco, pero sí hiceron  serrín la caseta del perro de una villa próxima, esparciendo las piltrafas de su ocupante por los etéreos espacios. ¡Qué bueno supo el rancho al día siguiente! ..."

            Después, emprendieron la marcha a Leganés y la fiesta se repitió en varios pueblos, "y en todos, chicos y grandes, civiles y militares pudieron  bendecir la caridad de los mocetes navarros que con tanto desinterés se desprendieron de sus juguetes, ropas y ahorros para endulzar las tristezas de sus pobres hermanitos del frente de Madrid”

Tiburcio de Okabío. Iruñería. Diario de Navarra. 11-1-1953

            Y es que el aitacho tenía que imprimir su carácter hasta en la guerra, ya que no fue la única celebración que organizó, incluidos sanfermines en el frente entre otras. Pero cambiando de tercio en la próxima entrada si Dios quiere veremos una curiosa aventura que le ocurrió también en 1937 con un reconocido personaje.

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