Querido lector, hoy Miércoles de Ceniza, comienzo de la cuaresma, no podía pasar inadvertido en el blog del aitacho. Acabo de volver de la procesioncica del Cristo Alzado, tan recoleta y humilde como siempre, y que muy pocos conocen en nuestra vieja Iruña, y tras recibir la ceniza te trascribo una Iruñería alusiva al día y época litúrgica, escrita obviamente por Tiburcio de Okabío, o sea, Ignacio Baleztena:
José y Soledad, biznietos de Ignacio Baleztena, acompañando hoy al Cristo Alzado por las calles de Pamplona |
“LOS AMIGOS DEL CALVARIO
Pasaron los años y nuevamente los campos de Navarra vieron ondear las banderas victoriosas de unos batallones idénticos a los mandados por Zamalacárregui, formados por los hijos de aquello valientes guerreros, y que combatían por el mismo ideal. También fue entonces Salinas de Oro testigo de un acto tierno y conmovedor, demostrativo del sentimiento religioso que animaba a los rudos soldados de la Tradición. Encontramos este episodio en un número de “La tradición Navarra” de 1895. Está escrito por un veterano que ocultaba su nombre bajo el inocente pseudónimo de Otelcana, o sea Anacleto, al revés.
“Había dado comienzo la Santa Cuaresma del año 1875.
Después del ataque de Lácar guarnecía la villa de Mañeru el Primer Batallón de Navarra. Numeroso grupo de soldados, libres de penoso servicio, del fuerte de Santa Bárbara acudían todas las noches a la iglesia del pueblo y rezaban el Via-Crucis, recitado de un modo conmovedor por el valiente sargento de la sexta compañía Pablo el Santo; se hacía también la Corona Dolorosa, y concluía el episodio piadoso con diferentes preces.
Esta edificante devoción se hizo constante y se practicaba sin interrupción en el pueblo donde pernoctaba el batallón, muchas veces después de haber efectuado penosísimas marchas o de haber tomado parte en alguna acción y, a menudo, mojados y ateridos los soldados a causa del temporal, sin descansar ni tomar refrigerio alguno.
Era una noche lóbrega y fría en que el batallón descansaba en Salinas de Oro; un ordenanza colocado en la puerta de la iglesia invitaba a todos los soldados que salían de ella a que se detuvieran en el pequeño atrio del templo; obedeciendo aquella orden fueron reuniéndose en compacto pelotón y, colocándose entre ellos, el coronel Rodríguez les dirigió la palabra para felicitarles con entusiasmo por su acendrada religiosidad, enorgulleciéndose de tener a su mando gente tan celosa como obediente. Les manifestó que a instancias de algunos de los allí presentes, había concebido la idea de elevar a Asociación la devoción que venían practicando y que al efecto había confeccionado un reglamento de cuyo breve articulado se iba a dar lectura para que, si lo encontraban aceptable, prestaran todos su asentimiento.
El simpático alférez, señor Alejua, ayudante del coronel, encendió un trozo de vela que a prevención llevaba en el bolsillo, lo colocó en el asiento de piedra que rodea el atrio y desenvolvió cuidadosamente el tan ansiado documento.
Reinaba en el pueblo un silencio sepulcral, solamente interrumpido por el murmullo del agua que caía en abundancia y el imponente ruido del huracán. La asociación que en aquellos momentos nacía, fue bautizada con el hermoso título de “Los Amigos del Calvario”. En muy pocas bases se encerraban los deberes de los asociados y se nombraba presidente a Pablo el Santo.
Aceptado por unanimidad todo el proyecto, solo la voz del modesto sargento se dejó oir para renunciar la honrosa distinción que se le confería. El jefe le hizo algunas atinadas consideraciones que bastaron para que aceptara un cargo para el que tantos méritos había reunido.
En aquel momento las cornetas del batallón tocaban “silencio” y la reunión hubo de disolverse tomando cada cual el camino de su alojamiento”.
Terminó la guerra y con ella tan conmovedora y poética asociación. El general Don Eusebio Rodríguez Román pasó al destierro, después de romper su espada en el puente de Valcarlos, y se retiró a la Puyé, cerca de Poitiers, donde murió en 1897. El sargento Pablo el Santo ingresó en una orden religiosa, y muchos, la mayor parte de los que con tanta devoción rezaban diariamente el Via Crucis, la Corona Dolorosa, tuvieron el consuelo de morir con honra en el campo de batalla, ignorando los resultados de tristes traiciones, que pudieron más que los ejércitos enemigos.
Tiburcio de Okabío
Diario de Navarra. Iruñerías, Tiburcio de Okabío, 15-5-1955”
Y tras este breve paréntesis cuaresmal, seguiré introduciendo los avatares de la vida del aitacho, en las próximas entradas si Dios quiere.
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