“…El Poncio[1] nos mandaba que saliésemos cuanto antes de Pamplona[2], y resolvimos trasladarnos aquel mismo día a Leiza. Santita y yo, medio disfrazadas, fuimos a casa Baleztena en el auto de Estanis Aranzadi a recoger algunas cosas indispensables para la marcha.
Manuscrito de la tía Lola Baleztena "Recuerdos de un día trágico" |
No es explicable la impresión sentida al penetrar en ella: en la escalera, medio quemada, obscurecida por el humo, se percibía un potente olor a gasolina; el comedor, aquel comedor tan alegre, con tanto cariño arreglado siempre, presentaba un aspecto desolador; bien podría decirse: “por aquí pasó la revolución”. Los muebles derribados, un sin número de piedras confundidas con trozos de cristales cubrían el suelo; el espejo roto; los búcaros con sus flores caídos; en el cuadro de bronce del cazador, se notaban las huellas de los impactos. Pero la estatua del Sagrado Corazón, con los brazos amorosamente abiertos, seguía en pie y bendecía el hogar en el que se le había entronizado.
No había tiempo en detenerse en sentimentalismos. Hicimos muy deprisa los baúles, un bulto con las mantas, confiamos a Angeles y Jesusita Aranzadi, que nos acompañaban, los objetos de más valor, y tras una rápida despedida, en la que la emoción anudaba la garganta y oprimía el corazón, al oratorio, ¡tan desmantelado sin la Dolorosa!, a las habitaciones de los padres, abandonamos, sin saber cuando ni cómo volveríamos a ella, aquella casa en la que habíamos nacido los nueve hermanos; en la que nuestros padres se durmieron en la Paz del Señor, y en donde las penas y alegrías habían sido gozadas y sufridas al calor de la unión de la familia.
Al pasar, miraba los objetos familiares, y al separarnos de ellos, sentía con el poeta que recorría por última vez el bosque poblado de encantos en que soñó en su niñez:
“J’allais d’un arbre a l’autre
Je les embrassais;
je leer pretai le sens
De larmes que je versai.
Et je croyais sentir
¡tant notre ame a de force!
Un coeur ami du mieu
Palpiter sous l’ecorce”
En esta rápida peregrinación, pude apreciar que durante las horas de la “huelga sentimental”, como denominó Andrés a aquella salvajada, nos habían robado del salón dos miniaturas, recuerdo de Silvia, y un icono ruso traído de Jerusalén.
Ya de vuelta, al pasar el auto por delante de casa vimos la puerta quemada; las señales de las balas dejaban su huella en la fachada. La pobre Santita lloraba desconsolada, y el chofer amigo, más cariñoso que prudente, abandonó el volante para darle un cariñoso y compasivo abrazo.
Las amistades seguían desfilando por la casa de los primos.
El ambiente seguía siendo malo. Un sacerdote había sido detenido y pasado ante los grupos de obreros que volvían del trabajo. Un grupo de Margaritas le seguían llorosas, como las piadosas Marías. Los carlistas eran también detenidos, sus casas registradas, y la de Ignacio, vigilada por los de la “casa del pueblo”.
El día transcurría triste y amenazador. Puede decirse, que casi fue animada la comida de despedida: volvían el humor y el apetito.
A las tres en punto, nos despedíamos de la buenísima familia de Juan Pedro que con tanto cariño nos había acogido. En el auto de Perico Sagüés montaron Pello y Patro. La cara de aquel estaba muy desfigurada por la herida. Un segundo auto, de Arratíbel, lo ocupaba Luisa, José Joaquín y todos los niños. En el Fiat de Dª Eugenia, María Isabel, las tres sobrinas y yo. Cuando bajábamos precipitadamente, subía Ignacio. El pobre, después de las veinticuatro horas horribles que habíamos estado separados, estaba muy pálido y desencajado ¡qué abrazos nos dio! No podíamos decir palabra. También la pobre Carmen, muy valiente en su estado[3], con Margarita vino a abrazarnos.
Partieron los autos. Dejamos atrás Pamplona. Al contemplar por última vez la ciudad natal, la ciudad ingrata, recordaba tristemente las palabras de los “Improperios” del oficio de Viernes Santo:
“Pueblo mío ¿qué te hice?, ¿en qué te he contristado?. ¡Respóndeme!”…
Continuará en las próximas entradas si Dios quiere
[1] Se refiere a Manuel Andrés Casaus, el Gobernador Civil
[2] El Gobernador Civil Andrés, manifestando que la presencia en Pamplona de la familia Baleztena era una provocación y un peligro para la pacífica convivencia de los ciudadanos, conminó a sus componentes a abandonar la ciudad en seguida, en vez de tomar medidas contra los causantes de los disturbios.
[3] Carmen Abarrategui, mi madre, mujer de Ignacio Baleztena, que estaba embarazada de muchas semanas, como ya hemos comentado anteriormente
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