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martes, 6 de diciembre de 2011

Detenidos. Recuerdos de un día trágico XI



Manuscrito de la tía Lola Baleztena "Recuerdos de un día trágico"
"La policía se presentó en casa diciendo de parte del gobernador que fuéramos al gobierno, especialmente las señoras, que quería ampararlas.

            -Si quieren ampararnos, replicó María Isabel- que nos mande guardia que nos proteja. Estamos en nuestra casa y no tenemos por qué salir de ella.

            Entonces, avergonzados, nos declararon:

            -Es que no pueden quedarse, tienen que ir detenidos al gobierno, y dense prisa, pues la gente se impacienta.

            Era tan inesperada, tan insólita aquella determinación, que nos resistíamos a darle crédito.

            -Y ¿cómo salimos de aquí? –les preguntó Joaquín- Vista la actitud de la gente y sus intenciones son capaces de todo al vernos en la calle. ¿Quien responde de nuestra seguridad visto el desamparo en que nos han dejado?

            -Nosotros respondemos: irán custodiados por la guardia civil.

            -¡Custodiados por la guardia civil!, pero, ¿por qué crimen nos veíamos así?

            -Dense prisa –volvieron a insistir- es peligroso retardar la salida. Los autos esperan ya.

            Pello José Joaquín y Juanico[1] salieron los primeros. Al verlos aparecer, ni la juventud de los unos, ni la cara ensangrentada del otro, apiadaron a aquellas fieras que los recibieron vociferando:

            -¡En auto, no! ¡Que los lleven a pie como a los criminales! ¡a Bata con ellos! ¡Pareja de tal… chulo… ya te mataremos, y se lanzaron contra el auto.

Pero la guardia civil arremetió contra ellos y protegió la marcha.

            ¡Cómo nos quedamos en casa al presenciar aquella horrorosa escena!, ¡y qué angustia tan indescriptible! Viendo que los minutos corrían sin saber si habían llegado con bien al gobierno.

            A un sujeto de pésimos antecedentes, amigo de Andrés[2] (¡y es decir algo!) que se erigió en nuestro protector, y aprovechando aquella circunstancia para florear a Loló y ponerse sentimental con ella, le hicimos ver, que después de la salida de los primeros, no queríamos exponernos a que se repitiera la escena y que nos sacaran por la puerta de la Plaza del Castillo, a la sazón desierta, pues la chusma, no queriendo abandonar el puesto tomado para tan regocijante espectáculo como era vernos, a su parecer humillados, estaba estacionado a lo largo de la avenida de San Ignacio. No olvidaré nunca la sonrisa hipócrita y repugnante de aquel hombre al contestar:

            -No puede ser, tienen ustedes que salir por la principal,- y luego añadió - hay que contentar a las gentes.

            Joaquín, Luisa, Santita y Lolita se dispusieron a salir en el auto segundo. Al aparecer Joaquín en el umbral de la puerta de su casa le llamaban ¡asesino! Sobre Luisa y las chicas caían los insultos más groseros que se pueden dirigir a una mujer. Según tradicional costumbre, Joaquín se hizo esperar: en el momento de la salida, subió a la galería para poner a buen recaudo al pajarico… ¡el asesino! El canario cantaba alegre en aquella hora trágica, ajeno a las penas de su dueño, y sus trinos sonaban extraños en la casa que se iba quedando vacía. María Isabel, Angeles y yo faltábamos todavía. No queriendo aparecer abatidas y deshechas ante la canalla, que quería gozarse con nuestra humillación, ¡oh resortes de la vanidad femenina!, las tres nos encontramos en el cuarto de baño peinándonos, lavándonos la cara y arreglándonos un poco. Al salir a la calle nos santiguamos visiblemente, lo cual fue acogido con horribles palabrotas.

El pajarico salvado por el tío Joaquín en esta foto realizada posteriormente. Tras él los más jóvenes que se hallaban en el asalto y quema de Casa Baleztena: Chan, Santita, Lolita, José Joaquín y Silvita

            Maria Isabel tenía que hacer en aquellos momentos algo extraordinario. No sólo María Estuardo y María Antonieta han afrontado con dignidad las furias de la plebe. Con paso lento, (¡demasiado lento para las que ya estábamos en el auto!) con la mirada que flagelaba por lo despreciativa, atravesó la distancia que separaba el auto de la casa. Los insultos arreciaban ante la arrogante actitud. Hasta “¡mueran los Capetos! Nos llegaron a gritar algunos indocumentados con erudición peliculera. Había por qué darles las gracias. ¡Si supieran qué poco nos importaban sus insultos! El lodo con que pretendían cubrirnos, no nos llegaba, ¡estábamos tan por encima!, recaía sobre ellos y a ellos los manchaba. En el auto rezábamos pidiendo protección al cielo; las gentes nos amenazaban y redoblaban sus groserías.

Llegamos al gobierno al gobierno; ya estábamos todos allí (Josefina y Silvita se quedaron en El Cisne en calidad de detenidas). La policía, los guardias que allí estaban nos miraban con caras compasivas.

-         Aquí nos tienen ya a toda esta familia de facinerosos- les dije sonriendo al entrar.

El infame Andrés, muy pálido y nervioso, nos veía entrar desde la puerta de su despacho..."



[1] Chan
[2] Andrés era el gobernador civil

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