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lunes, 14 de noviembre de 2011

Tras los sucesos del domingo. Recuerdos de un día trágico III

Querido lector, tras el paréntesis explicatorio de la última entrada, que te recomiendo que leas antes de ver lo que sigue, pinchando aquí, continuó transcribiendo el manuscrito de la tía Lola, Dolores Baleztena, hermana del aitacho, explicando qué ocurrió a continuación. A partir de ahora, como se trata de un relato seguido y de intensidad creciente, dejaré la introducción y despedida de cada entrada para no romper el ritmo del relato. Te dejo con la tía Lola:


Manuscrito de Dolores Baleztena Ascárate

"La infamia

            En Pamplona vivíamos tranquilos. “La casa Baleztena”, como todo el mundo la llamaba, gozaba de afecto, respeto y simpatía. Dejo modestia aparte para decir la verdad.

Casa Baleztena

            Nuestros padres, con su caridad, la sencillez de su trato y esa amabilidad tan suya, que se extendía para todos, habían afianzado sólidamente el prestigio de la casa.

            Pero la envidia de unos cuantos quería acabar con ella, y aprovechando un desgraciado encuentro habido entre carlistas y socialistas, de los que se registraban tantos en España en estos desgraciados tiempos, tomaron pie de ello gentes sin honor y sin conciencia.

            Hicieron correr las más enormes calumnias sobre el buenísimo Joaquín[1]: dijeron que pagaba pistoleros para matar a la gente del pueblo, que él mismo empuñó su pistola (nunca la tuvo) contra un desgraciado que era conducido a la Casa de Socorro, durante aquella noche de revueltas; que excitaba a la rebelión.

            Y hay que decir, que mientras en la Plaza del Castillo ocurrían los sucesos que tales consecuencias acarrearon, nosotros, ignorantes de todo, rezábamos el Rosario en familia.

            Y ese pobre pueblo, ese pueblo ignorante y sin voluntad, eternamente engañado, que grita: “Hosanna” el Domingo de Ramos, y “Crucifige” el Viernes Santo, y que ha servido en todas las épocas de instrumento de ambiciosos, ese pueblo que nos conocía, creyó sin embargo lo que los calumniadores propagaban, y de él se sirvieron, una vez más, para satisfacer sus pasiones aquellos desalmados.

            Con la conciencia bien ajena a lo que contra nosotros se fraguaba, dormimos tranquilos la noche del domingo, y a la mañana siguiente, 18 de abril, la huelga general estaba declarada en Pamplona. “Huelga sentimental”, como la denominó el gobernador Andrés, que se pasó por alto lo ilegal de tal huelga declarada sin previo aviso.

            Hojas revolucionarias se repartían profusamente acusando a los Jaimistas de la muerte de dos jóvenes que fallecieron la noche anterior, socialista, el uno, de los nuestros, el otro.

            Las turbas dominaron las calles, saquearon el círculo Jaimista, clausurado de antemano por la autoridad gubernativa, que dejó romper los sellos y retiró la fuerza que lo custodiaba, para que los asaltantes pudieran ejecutar sin trabas su hazaña.

            En la hoguera se quemaron, un cuadro al óleo de Jaime III y otro de S.S. Pio X con una dedicatoria especial a la juventud, y Joaquín, que salió, según costumbre, a las ocho de la mañana a dar una vuelta con los perros por las afueras de la ciudad, oyó decir a los huelguistas: “¡a las cabezas! Hay que degollar a las cabezas”. Comprendiendo que la calle no ofrecía seguridad para las personas decentes, volvió a casa, y nos advirtió que no saliésemos para nada, pensando que aquellas turbas excitadas nos propinarían al vernos broncas e insultos.

            Yo para entonces, había vuelto de misa, y al pasar por los grupos obreros con la Cruz y la Margarita nadie me dijo nada ni me molestó.

            A Ignacio se le advirtió por teléfono que no se moviera de casa[1], que no era prudente abandonar la suya, y como Joaquín veía la cosa mucho peor que lo que quería aparentar, le dijo que estuviera bien prevenido, y Silvita[2], valiente y audaz, tomando su cartera de estudiante unos cartuchos de caza que Joaquín le entregó, pasó por los grupos que delante de casa se iban formando y entregó a Ignacio el peligroso envío. ¡Si la llegan a registrar!

            También a Pello Mari[3] se le advirtió lo mismo, pero contestó que quería venir a casa porque estaría más tranquilo con todos. Joaquín fue a buscarlo, y los dos atravesaron las calles observando que las gentes les miraban hostilmente, pero sin que nadie se metiera con ellos.

            Mientras tanto, Angeles, María Isabel[4], Santita, Lolita[5] y yo veíamos como la gente se iba reuniendo en la plaza de la diputación, pero como nadie iba al trabajo por estar en huelga no dábamos la importancia que tenía este estacionamiento.

            Llegó Josefina[6] excitadísima y nos contó, cómo estando en misa, un pobre joven había tenido que refugiarse en San Nicolás, porque unos cuantos le seguían apaleándole. Las puertas de la iglesia se cerraron precipitadamente y la gente, sintiendo de cerca una posible agresión, no se atrevía a salir a la calle.

            Josefina, más valiente, salió a pesar de todo y se vino a casa. Cuando nos estaba contando este episodio con vivos colores, como ella acostumbraba a hacerlo y nosotras creíamos que exageraba, llegó Luisa[7] muy pálida y nos dijo que al pasar entre los grupos algo le dijeron sobre las Margaritas[8] que no pudo entender ni oir.

            Mucho se iba nublando aquella triste mañana. Sabíamos que sesenta jaimistas estaban detenidos, que las casas eran minuciosamente registradas.

            En la nuestra estábamos todos reunidos: José Joaquín y Chan[9] procurando estudiar, con el libro abierto pero sin leer en él. Los hermanos, menos Ignacio que acompañaba a Carmen[10], reunidos en aquel comedor que tantas horas felices vió deslizarse, presidido por el Sagrado Corazón y por los retratos de papá y mamá que nos miraban sonrientes: comentábamos los sucesos, y a pesar de las malas noticias, estábamos tranquilos de vernos reunidos.

            De pronto se oyó en la calle un ¡viva la república! E instantáneamente, un tiro de pistola, pasó a unos dedos de Josefina y vino a dar encima de la cabeza de María Isabel. Los ángeles de la guarda empezaban su faena."



[1] Mi padre Ignacio Baleztena, el aitacho, vivía en la Calle Fernández Arenas con su mujer Carmen embarazada y 3 hijos pequeños
[2] Silvita Jaurrieta, sobrina de Ignacio
[3] Pello Baleztena. Hermano menor del aitacho que también vivía en Fernández Arenas con su esposa Patro.
[4] Ángeles y Mª Isabel Baleztena. Hermanas del aitacho
[5] Santita y Lolita Jaurrieta. Sobrinas del aitacho
[6] Josefina Baleztena. La hermana menor del aitacho
[7] Luisa Baleztena. Hermana del aitacho
[8] Así se llamaba la organización de mujeres carlistas
[9] José Joaquín y Juan Jesús Jaurrieta, primos entre sí y sobrinos del aitacho
[10] Su mujer Carmen, mi madre, la mamita, que estaba a punto de dar a luz su cuarto hijo.

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