Querido lector, con
todo lo que le gustaban al aitacho las fiestas y los disfraces, comedias y demás
“mojigangas”, nunca fue muy aficionado al carnaval. Y es que en Pamplona normalmente no
ha tenido mucho predicamento esta fiesta, excepto en contadas excepciones como vamos a ver, que por lo que sea no han cuajado en
nuestra vieja Iruña.
El caso es que pese a todo estamos
en lunes de carnaval, y Tiburcio de Okabío, Premín de Iruña o Ignacio Baleztena
también escribió sobre este tema, como veremos en la siguiente iruñería:
“LOS CARNAVALES DE
ANTAÑO
El
origen del Carnaval es una cosa de las muchísimas que se encuentran perdidas en
la socorrida noche de los tiempos.
Eruditos
que se han aventurado a realizar esta investigación nos aseguran que su origen
hay que buscarlo en las fiestas y regocijos que seguían a las faenas de la
vendimia. En ellas los vendimiadores entonaban himnos a Baco y, después de
copiosas libaciones, cantaban y bailaban, terminando para dar digno colofón al
regocijo por embadurnarse las caras con las heces del mosto.
Estas
juergas, al tomar carácter religioso, fueron dedicadas a Dionisos o Baco y los
sacerdotes del regocijado dios, para no manchar sus barbas respetables y albas
túnicas al pintarse los rostros, idearon cubrirlos con una especie de caretas
de papiro que se hacían con las hojas de una planta llamada aretion. Según
Virgilio, se utilizaba también, para este objeto, la corteza de ciertos árboles
sagrados.
Creo yo,
que aunque nunca hubiera existido las fiestas en honor a Baco ni el patriarca Noé
hubiera inventado el vino, la práctica de pintarse las caras y vestirse de
mamarrachos en señal de juerga y diversión, hubiera surtido espontánea en la
humanidad.
Y si no,
hagamos una prueba. Reunamos en un local una colección de mocetes de diferentes
razas, pueblos, costumbres y religiones, que no hayan visto en su vida una
máscara ni hayan oído nombrar a Noé ni a Dionisos ni que hayan jamás existido
las carnestolendas. Sentémosles en torno a una mesa y sirvámosles una buena
chocolatada. Cuando se haya roto el hielo de la primera entrevista y empiecen a
animarse, abandonemos el salón dejándolos a su aire. ¿Se apuestan ustedes
cualquier cosa, a que, si volvemos a los pocos minutos, los hallamos a todos
con sus deliciosas caricas embadurnadas de chocolate, simulando cejas
monstruosas, patillas estrepitosas, mostachos a lo kaiser, bigotillos a lo
charlot y cuantos caprichos facial-capilares haya podido idear la presunción
masculina a través de los tiempos?
Y si, en
vez de críos, reunimos hombres hechos y derechos, el caso se repetirá corregido
y aumentado. Por lo visto, la tendencia a ponerse raro para divertirse más es
una cosa innata en la humanidad.
Esto no
estaría del todo mal, si supiéramos mantenernos en el justo medio, pero resulta
que, una vez que se ve uno con la cara tapada y vestido de colorines, tiende,
sin darse cuenta, a hacer el gamberro. Y eso debió ocurrir en Pamplona, en
tiempos pasados, como se deduce de lo que aconteció y se acordó en la sesión
del miércoles 16 de febrero de 1619.
En ella,
el sesudo y discreto marqués de Santacara recordó a sus compañeros de la
corporación municipal que eran próximos ya los nefandos días de las
Carnestolendas y que en estas fiestas de paganas reminiscencias, solían
acontecer grandes disturbios y disensiones, con motivo de bailes, máscaras y
mojigangas. Y al presente, añadía, peligra muy mucho, se acentúen estas
perturbaciones, por entrarse, en la ciudad, dos tercios de soldados y, entre
ellos y los vecinos, estudiantes y curiales, acaso podrían resultar riñas que
degeneraran en muertes, heridas y otros excesos. Ante todo lo cual opinaba que
convendría que la ciudad publicase bando mandando a todos sus vecinos,
habitantes y moradores se abstuviesen de salir durante dichas fiestas
disfrazados en mojigangas y bailes.
A todos
los rexidores parecieron de perlas las discretas razones del señor marqués y,
por unanimidad, acordose cargar al docto secretario, Don Juan de Urdániz la
redacción del bando prohibitivo. Y el erudito don Juan preparó el que a continuación
se copia. Por tratarse de una resolución que rezuma sesudez y buen criterio,
somos de opinión que no debe permanecer inédita. He ahí la elucubración
municipal:
“La muy
Noble y muy Leal Ciudad de Pamplona, Cabeza del Reyno de Navarra y sus Rexidores
en su nombre:
Hace
saber a todos sus vecinos, habitantes y moradores a quienes pueda y deba
comprender este bando, que la experiencia ha enseñado los disturbios,
disensiones, pendencias, heridas y muertes y otros daños que han resultado y
resultan desde el domingo de Carnestolendas, hasta el día de Ceniza, con
ocasión de bailes de máscaras, mojigangas y otras, con gran deservicio de Ntro.
Señor y de la causa pública. Y deseando ocurrir el remedio, ordenan y mandan
que ninguna persona, grande ni pequeña sea osada en salir los tres días de
Carnestolendas, primero vivientes, disfrazados en bailes, mojigangas ni en otra
manera, pena de que serán castigados con todo rigor en sus personas y bienes,
con más los daños que pudieran resultar y que se ejecutarán así en los padres
de familia y amos y otras personas que los permitiese salir de sus casas, a
arbitrio de la Ciudad; y para que venga a noticia
de todos y nadie pretenda ignorancia, se manda pregonar públicamente por los
puestos acostumbrados, Fecha en la Ciudad de Pamplona a 18 de febrero
de 1689”.
El
carnaval callejero no murió, sin embargo. Volvió a brotar, pero no creemos que
nunca tuvo en Pamplona mayor
importancia. El que nosotros conocimos, se reducía en contadísimas comparsas y
máscaras sueltas, ataviadas con trajes alquilados a la viuda de Minué, y
caretas compradas en casa de Razquin. Algún oso marino que otro, la máscara del
higuí, rodeada de mocés que cantaban aquella de -Ay Levitón- me gusta mucho el
vino… y pare usted de contar.
Lo único
digno de notarse eran los elegantes y animados bailes, organizados en el Teatro
Gayarre por el Casino de Eslava, en el que derrochaba el buen gusto y sano
humor.
Antes de
la guerra civil del 78, por lo que oímos contar a nuestros mayores, fueron
animadísimas las reuniones carnavalescas que se verificaban en el Casino
Principal, que en aquel entonces tenía sus locales en el Vínculo. Disponía de
unos locales espaciosos en los que podían bailar cómodamente más de cien
parejas . La comisión la formaban vitaliciamente los hermanos Lagarde, Aillón,
Villanueva, Iturralde, Ansoleaga, López y Rosich. El salón quedaba
artísticamente arreglado bajo la sabia dirección de Casildo Lagarde y Juanito
Iturralde y Suit, y el ambigú era servido por Monteverde.
Se daban
tres bailes a los que asistía lo más selecto de la población; la concurrencia
era inmensa y el lujo extraordinario, muchas las máscaras, y ataviadas con muy
buen gusto.
“Recuerdo,
decía un contemporáneo, que de una tertulia muy nombrada acudieron doce
muchachas preciosas disfrazadas de horas, y otro grupo de jóvenes del alfabeto.
Ambas comparsas muy bien caracterizadas y lujosamente ataviadas, así como las
demás, que no cesaban de dar bromas, constituían un conjunto agradabilísimo”.
Ya por
entonces (1860 y pico) habían pasado a la historia los minués y pavanas.
Estaban de moda los lanceros, poleas, mazurcas, walseses Bostón y corridos. El
cotillón, con su obligado acompañamiento de rigodones, vino después. Todos
ellos, muchos de los cuales llegamos a conocer en nuestra lejana edad de
percebe, fueron barridos y desterrados ante el empuje del tango, foxtrot y
otros, los cuales, a su vez, se han visto desbancados por el bugui-bugui,
samba… y así irá ocurriendo mientras el mundo sea redondo y gire y de vueltas
vertiginosas, haciendo perder la cabeza y el sentido común a la inconsciente
humanidad.
Tiburcio de Okabío
Diario de Navarra. 27 Febrero, 1949”
Hasta
la próxima entrada que será quizá relacionada con la cuaresma, ya que viene el
Miércoles de Ceniza, en que un año más acompañaremos al Cristo Alzado hasta la catedral,
si Dios quiere.