Querido lector, avanzaba 1938 y de nuevo el aitacho viene del frente a Pamplona por un importantísimo suceso, al menos según mi punto de vista: El 30 de Abril de 1938 nació su séptimo hijo, Javier, es decir el mismo que viste, calza y escribe este blog. Así mi padre en primavera de 1938 estaba por aquí para acompañar a mi madre y su mujer Carmen Abarrategui, la Mamita, y disfrutar de su nuevo vástago.
El 30 de Abril de 1938, en plena guerra, Ignacio Baleztena tuvo a su séptimo hijo, Javier Baleztena Abarrategui. |
Y así estando en Pamplona, enlazamos con la anterior entrada en la que veíamos como se formó una compañía de requeté formada por rusos blancos dentro del Tercio María de Molina (pinchar aquí). Y precisamente nos cuenta el periodista y escritor Romero Raizabal lo siguiente en 1938
“EL CORONEL QUE ASCENDIÓ A SARGENTO
Me lo presentó Ignacio Baleztena: Wladimiro, del Tercio de Navarra.
-Encantado –dice en francés.
Mi pregunta brota obligada:
-¿Ruso y del Tercio de Navarra? No le recuerdo cuando estuvo el Príncipe Gaetán.
-No hacer “servisio” at that time, me contesta.
-Pero conocerá a los príncipes de su país que estaban entonces en el Tercio.
-¡Oh!, oui beaucoup, me honran con amistade.
Ignacio Baleztena comenta: Wladimiro ha estado en varias guerras de esa índole. Esta es la quinta, ¿no es así?
Por el rostro del recién presentado cruza una ráfaga de orgullo que disimula su sonrisa, llena de corrección y confirma
-Ahora hacer “quíntupla”.
Baleztena prosigue:
-Cuando estudiaba en la Universidad, a principios de siglo, estuvo en Manchuria siendo cadete de Caballería. Más tarde en la Europea, que acabó con el grado de comandante. Luego en la civil rusa, entre blancos y rojos, donde llegó a teniente coronel. Después en la de los Balcanes de coronel. Tiene la condecoración máxima de guerra en Rusia y en Bulgaria.
Me fijo entonces en que ostentaba en el pecho, subrayando las Aspas de la Cruz de Borgoña, los galones de oro de sargento. Y no puedo reprimir un hondo sentimiento de admiración. Quisiera decir algo, pero no se me ocurre nada.
Es Joaquín[1] quien nos echa un capote a tiempo:
-¿Quieres venir a Leiza con nosotros?
Estamos en la Plaza del Castillo, bajo los arcos frente al Hotel del cisne[2]. Es de noche hace rato. El automóvil de Lola apeldaña el estribo sobre el reborde de la acera, mientras Joaquín se nos acaba de acercar en un gesto de despedida.
Wladimiro Dvoichenho, el coronel del ejército ruso que ascendió a sargento del Requeté, viene también y donde caben cuatro caben cinco.
El Capitán del Montejurra nos comentaba: Es admirable. Vino de simple boina roja y estuvo varios meses haciendo cola como los demás para coger el rancho, con un espíritu maravilloso. Le Ascendí a sargento. Es correctísimo. Todo un caballero. No se queja nunca por nada y no prueba licores. Se pasa el día tomando té mezclado con tintorro.
A las dos o tres fechas de esta charla, caímos un día en Leiza. De camino, en el coche de Lola Baleztena, fuimos hablando con ella y con su hermana Angeles[3], en más de una ocasión, de Wladimiro.
-¿Qué tal el ruso?
-¿A qué ruso? ¿Wladimiro?
-¡Cualquiera diría que coleccionais rusos en Leiza!
-Pues no creas, no creas… En quince días vamos teniendo de invitados tres amigos de Ignacio, completamente coterráneos de una tal Catalina. Como los pobres no tienen aquí amigos…
-Pello[4] dice que no son rusos de verdad. Y que es muy fácil hacer creer que lo son, ya que todo el mundo sabe que en Rusia hace frío, que hay algún oso que otro y que reinaron los zares.
-Es un muchacho encantador. Si vieras qué correcto… Tomaba té con nueces[5] y se pasaba grandes ratos tocando la guitarra. Cantaba en ruso y parecía que cantaba zortzicos. Estos rusos son muy sentimentales.
En un rincón del comedor, sobre una mesita con revistas, cerca de la ventana, hay un grueso volumen. Wladimiro se entretenía viendo los “santos” de ese tomo. Súbitamente empezó a decir cosas, gesticulando como loco. “Aquí, aquí”, señalaba con el dedo, gritando. Era un mapa de una población de Crime. Le preguntamos a ver qué pasaba, pero no nos hacía caso. “¡Suerte grande!”, exclamaba. Y al fin comprendimos, cuando nos dijo con emoción indescriptible: “¡Pópulo meo! ¡Casa mea!” ¡Le maison de moi! Ici! Cet ici! Y clavaba una uña sobre el plano”.
Efectivamente, varios rusos amigos del aitacho pasaron temporadas en Leiza, donde eran formidablemente acogidos, algunos de ellos para recuperarse de las heridas de guerra tras ser atendidos en el Alfonso Carlos.
Los rusos blancos que participaron como requetés. En esta foto en una celebración de la Pascua con una misa de campaña celebrada por un pope ortodoxo en el frente. |
Y así avanzando el tiempo nos encaminamos gracias a Dios hacia el ansiado final de la guerra, como veremos en las próximas entradas si Él quiere.
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