Querido lector, ya estamos en plena Semana Santa. ¡Como la vivía el aitacho.! No se perdía acto religioso ni poplar típico de Pamplona. Con que devoción la seguía. Hoy Martes Santo me acuerdo que íbamos a la conmemoración de las Lágrimas de San Pedro. Pero bueno, para conocer un poco más de la Semana Santa del tiempo de mi padre te escribo esta “perla” que escribió en una iruñería sobre la procesión del Santo Entierro, ya que hasta de las cosas más serias tenía que darles un toque de humor, sin quitarles por ello su importancia.
Las tribus de Israel con sus bandericas en la procesión de Viernes Santo de Pamplona. Ignacio Baleztena el primero por la izquierda. |
"UN PRESENTE DE ZABULON
Pues señor, no creo que los pamploneses hayan olvidado aquel simpático grupo de mocetes que, bandera al hombro, pretendían simbolizar, en la procesión de Viernes Santo, a las doce tribus de Israel, y que causas que ignoramos, sean las que sean, y no compartimos, fue suprimido al par que el Arca de la Alianza, el corderico blanco, Abraham e Isaac y otros pintorescos simulacros.
Los que tales grupos añoramos, bien podemos decir y gimotear con el poeta:
Volverán los soldados del Imperio
con sus cascos de hojalata a desfilar
y, otra vez los “judíos”,
luengas barbas postizas lucirán.
Pero aquellos mocetes que a las tribus
de Israel pretendían semejar
llevando bandericas blasonadas…
esos… ¡¡no volverán!!
¡Qué pena! Mi querido amigo don Adolfo Gustavo Bécquer plañía y puchereaba ante la idea de que las oscuras golondrinas que llamaban jugando con sus alas en los cristales de su amada, y que fueron tan listas que hasta aprendieron sus nombres (el de él y el de ella)… esas, …¡ay! no volverán más. Empero, un consuelo les restaba, cual era, que otras, idénticas a las anteriores, volverían periódicamente para realizar las mismas habilidades que sus antecesores, incluso la de poner perdido e inasomable el barandado del balcón do sus nidos quedaban colgados.
En cambio, los mocetes seudosobrinos de Esaú, han desaparecido para siempre sin dejar sucesión ni rastro: de manera, que ya en la procesión
detrás de los mecosos[1]
con ramos de laurel
no van con bandericas
las tribus de Israel.
Dejando a un lado becquerianos lamentos, voy en éste mi escrito, a recordar un sucedido del que fue protagonista el infantil representante de la tribu de Zabulón.
Apenas terminadas las Siete Palabras, las mamás de los “mocés-tribus”, ayudadas de las hijas mayores, de la abuelita, de alguna tía solterona y tal o cual vecina de buena voluntad, se entregaban solícitas a la difícil y laboriosa tarea de ataviar al fruto de sus entrañas, de forma y manera que las gentes adivinasen que aquello pretendía ser un nieto de Isaac.
Una túnica bordada, generalmente en las Adoratrices; la peluca cargada de bucles que asemejaban “chistorres cicilicando” alquilados en casa de Razquin o en la Higiénica[2]; las sandalias confeccionadas en casa de Crispín Bardají… etc., etc., componían el bíblico atavío.
Una vez que el “mocé” quedaba convertido en una litografía de Fleury, era conducido de mano de la criada o de su hermana al antiguo Colegio de los Escolapios, situado donde hoy se levanta el Hispano-Americano[3]. Allí se les formaba, les daban instrucciones, les cargaban con una banderica blasonada, y ¡arrea p’adelante! camino de San Agustín.
En la plaza de la Compañía (absurdamente taponada), vuelta a formarse y a esperar pacientes la llegada de su turno en la procesión. Y entre todos estos menesteres, a nadie se le ocurría que aquellos bravos jefes de tribus, no eran cuerpos gloriosos, y que nada de más hubiera sido invitarles a dar una vueltecica por cierto departamento, cuyo nombre es escusado recordar, y que por más que muchos cursis se empeñen , no empiezan con w…
De modo y manera, que como la procesión era larga y las aguantaderas infantiles cortas, se solía ver a la mitad del trayecto, al bélico Judá, al sacerdotal Leví, al místico Isacar… hacer puchericos, dar epilépticas patadas, síntomas de un aguante mal reprimido, y terminar por fin, el mocé, andando con las paticas anchas, dejando tras él húmeda estela.
Sentado este precedente, pasemos a recordar, que en cierta ocasión se hablaba en una tertulia pamplonesa, de la magnífica colección de arte y antigüedades que guardaba en su palacio-museo, un ilustre prócer de la ciudad. Todos se hacían lenguas de las armaduras, cuadros, tapices, muebles, etc., y principalmente una antiquísima corona de hierro, que se suponía ser del jefe de alguna de las tribus germanas invasoras. En esto, un mocete de unos doce años, que seguía atento la conversación, sin que nadie reparase en él, exclamó:
-¡Bah! Una cosa más antigua que esa corona les dejé yo una vez en su casa.
Todos miraron asombrados a aquel chiquillo, sin creer ni por un momento que eso pudiera ser verdad.
- Vamos a ver –le dijo su madre-: ¿qué antigüedad les diste? ¿alguna chanfla que te encontraste jugando en los fosos?
- No, respondió muy serio: una “meadica” de Zabulón.
El caso fue, que yendo el susodicho en la procesión de Viernes Santo, representando al décimo hijo de Jacob, se sintió atacado de inaplazable necesidad, y no queriendo dejar huellas de sus pasos, ni andar escocido, al llegar frente al palacio, objeto de la conversación, dio una carrerica, se metió en el portal y allí, detrás de la puerta, con gran protesta del galoneado portero, dejó su bíblico donativo… que a pesar de su rara antigüedad, nos consta que no figuró nunca en la preciada colección del ilustre prócer pamplonés.
Tiburcio DE OKABIO"
Una duda que nunca resolveré y me llevaré a la tumba es ¿No sería el propio Ignacio Baleztena, mi padre, el Zabulón que dejo tan antiguo presente y lo cuenta a los años en esta iruñería?.
Y en próximas entradas seguiremos con temas de Semana Santa, si Dios quiere.
Y en próximas entradas seguiremos con temas de Semana Santa, si Dios quiere.
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